Un mendigo vivía en una aldea donde era muy conocido por dar sabios consejos y ayudar a la gente. A cambio, sólo pedía la voluntad. Su fama llegó hasta el Rey, quien decidió visitarle y quedó tan satisfecho con sus consejos, que le pidió que le acompañara a palacio y el mendigo se marchó a vivir con él. El Rey estaba tan encantando con la sabiduría de su nuevo asesor, que decidió prescindir de todos sus consejeros.
Un consejero resentido quiso saber de dónde sacaba la sabiduría su sustituto y decidió seguirle. Fue entonces cuando descubrió que éste se ausentaba todas las noches de palacio y quiso descubrir el misterio de su ausencia, y se llevó una gran sorpresa al ver que el mendigo se iba a una cabaña, se despojaba de sus ricos ropajes, dormía en el suelo sobre un lecho de paja y al día siguiente volvía al palacio antes del amanecer.
El consejero le preguntó al mendigo por qué hacía eso, y esta fue la respuesta:
—Muy sencillo, lo hago para no olvidarme nunca del lugar de dónde vengo.
Y es que quién se olvida del lugar de donde viene, olvida parte de su esencia como persona.
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