martes, 27 de febrero de 2018

Bendita inocencia

Él estaba acostumbrado a pagar por todo lo que quería. Se creía poderoso porque nada se le resistía. No en vano había heredado una fabulosa fortuna que le permitía cualquier clase de capricho. Todo su trabajo era buscar el modo de pasar la vida lo más placenteramente posible: “Ausencia de dolores, máximo placer”: ése era su lema. Desde niño siempre había hecho su voluntad. Los grandes esfuerzos de sus padres por educarle se estrellaban con un férreo muro de tozudez, con un salirse siempre con la suya hasta que éstos daban la batalla por perdida. ¿Amor? Lo desconocía. Mejor dicho, no lo entendía porque no era capaz de alcanzarlo. Pensaba que todos los de su alrededor estaban interesados egoístamente por él. Algunas lecturas le habían conducido, siendo ya mayor, a pensar firmemente que el amor es algo puramente biológico, celular, de reacciones químicas, sin mayor relieve; un instinto condicionado por el bagaje cultural recibido; reflejo no libre de la estructura animal de ese ser tan extraño que es el hombre.
Un buen día, paseando por una playa, vio sentado en la orilla a un niño casi desnudo, salvo por su pobre bañador, descolorido y en parte raído. Se lo quedó mirando y enseguida se dio cuenta de que él también lo miraba, con una sonrisa que estuvo a punto de calificarla de angelical, aunque inmediatamente reaccionó, pensando que ésa es la forma instintiva que los niños adoptan para que los mayores les hagan caso. Se acercó con cuidado, se agachó y le preguntó suavemente por lo que estaba haciendo. El niño contestó:
― Alcanzar el cielo.
Él, sorprendido, le hizo esta observación:
― Mira la línea del horizonte, donde se juntan el cielo y el mar, y verás que eso es imposible.
El niño la contempló unos momentos, y girándose volvió a mostrarle de nuevo su sonrisa angelical. Él, por su parte, se quedó pensativo: “Alcanzar el cielo… Le he dicho que es imposible… Aunque para mí nada hay imposible. ¿Cuánto costará ganar el cielo? ¿Lo sabrá este niño? Siendo un niño pobre sin ninguna fortuna… De todos modos, no pierdo nada si se lo pregunto”.
―Pequeño, escúchame, ¿cómo te llamas?
― Mi nombre es muy corriente. ¿Y tú?
― Me llamo Imperial. Ése fue el nombre de pila que eligieron mis padres, pues yo soy un hombre muy rico, ¿lo sabías?
― Sí.
― Pero si yo no te he dicho nada…
― Los niños sabemos muchas cosas que no creéis los mayores. Por ejemplo, yo sé cómo alcanzar el cielo y tú no.
― De eso se trata. Si me dices lo que vale el cielo te compraré lo que necesites: un bañador nuevo, una bonita piragua, aparejos para pescar, todo lo que te haga ilusión.
― A mí me ilusiona estar junto a mis padres. Ellos me quieren mucho.
― Pero, ¿cuánto cuesta el cielo? Dímelo si tan seguro estás de que sabes tantas cosas.
― El cielo no se puede comprar con dinero. Te lo regalan, aunque hay que poner un poquito de esfuerzo. Se posee cuando se llega. Parece muy lejano, pero existe un bote muy pequeño que sólo admite a los niños y puede llevarlos allí de un modo seguro y rápido. Yo estoy a punto de embarcar. ¡Mira, ya viene con el remero!
Al punto, como por ensalmo, el chico saludó al remero, se subió a la embarcación e hizo ademán de despedirse. A continuación, el hombre vio como el bote se adentraba en el mar, en dirección al horizonte infinito.
“Convertirse en niño significa vivir de acuerdo con una segunda inocencia: no la inocencia del recién nacido, sino la inocencia que se consigue haciendo opciones conscientes”.

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