Un samurái noble y honesto fue a visitar a un monje en busca de consejos. No obstante, en cuanto entró en el templo se sintió inferior y pensó que, a pesar de haber pasado toda su vida luchando por la justicia y la paz, no se había ni acercado al estado de gracia del hombre que tenía frente a él.
—¿Por qué me siento tan inferior?— le preguntó al monje.
—Espera, en cuanto haya atendido a todos los visitantes de hoy, te daré la respuesta—, contestó éste.
El samurái permaneció en el jardín del templo viendo cómo el monje recibía a todos los visitantes con la misma paciencia y la misma sonrisa. Llevado por la impaciencia, ya de noche insistió:
—¿Ahora puedes responderme?
El maestro le invitó a entrar y le mostró la luna llena que se veía a través de la ventana.
—¿Ves, qué bonita está la luna? Cruzará todo el firmamento, pero mañana el sol volverá a brillar; nunca escuché a la luna decirle al sol: “¿Por qué no tengo el mismo brillo que tú? ¿Soy inferior?”.
—Claro que no —respondió el samurái—, son diferentes y cada uno tiene su propia belleza, no podemos compararlos.
—Entonces ya sabes la respuesta. Tú y yo somos diferentes, cada cual lucha a su manera por lo que cree para mejorar el mundo. ¿De qué sirve compararse?—, le replicó el monje.
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