En una época no muy lejana, vivió un violinista llamado Paganini. Muchos se creían que era un artista sobrenatural y que tenía un don especial para el violín.
Una noche tras recibir una ovación delirante, empezó a tocar. Lo que siguió fue indescriptible, porque todas las notas que nacían del movimiento de sus dedos dibujaban en el aire una melodía maravillosa y perfecta. De repente, un sonido extraño acabó con el encantamiento: se había roto una cuerda del violín. El director y la orquesta se detuvieron y el público dejó de respirar. El intérprete siguió tocando como si nada hubiera ocurrido y todo recuperó la normalidad.
Pero, otro ruido hizo enmudecer a la sala. A Paganini se le había roto otra cuerda. Sin embargo, continuó con la pieza, sacando deliciosos sonidos del instrumento. En medio del concierto, una tercera cuerda saltó por los aires. El director se quedó pálido y Paganini, como un contorsionista musical, arrancó todos los sonidos posibles de la única cuerda que le quedaba. Espectadores y músicos se pusieron en pie y empezaron a gritar y aplaudir e, incluso, a llorar de emoción.
Aquella noche, Paganini alcanzó la gloria y el mayor de los triunfos porque a lo largo de su vida había aprendido que la victoria es el arte de continuar donde todos resuelven abandonar.
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