Un hombre que había construido su propia casa decidió dotarla de un gran jardín que se convirtió en su remanso de paz. En medio de él, plantó un roble que creció lentamente. Día tras día, sus raíces eran más profundas y su tronco se estiraba para atrapar la luz. Junto al muro, plantó una hiedra que rápidamente empezó a extender sus ramas ocupando toda la superficie de la pared de piedra.
—¿Cómo estás, amigo roble? —le preguntó un día la hiedra.
—Bien, amiga —le contestó el árbol.
—Respondes así porque no ves el mundo como yo, desde las alturas. A veces siento pena viéndote ahí hundido en el fondo del patio —comentó la hiedra con un indisimulado aire de superioridad.
—No te burles de mí. Recuerda que lo importante no es crecer deprisa, sino con firmeza—le respondió con humildad el roble.
La hiedra soltó una carcajada y siguió creciendo deprisa, mientras el roble tardó años en desarrollarse. Pero una noche descargó una fuerte tormenta que arrasó el jardín. Al amanecer, la hiedra yacía en el suelo arrancada de la pared, en cambio, el roble aguantó el temporal con apenas daño. Esto llevó al roble a reflexionar: «Es mejor crecer fuerte sobre tus propias raíces que ganar altura rápidamente pero dependiendo de la seguridad de los demás».
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