Cómo enfrentarnos a las pequeñas muertes que se suceden cada
día en nuestra vida: a la rupturas familiares, al síndrome del nido vacío, a una ruptura sentimental y a
todas esas 'pequeñas muertes' que sufrimos a lo largo de la vida…
Me encantó estas reflexiones del filósofo y antropólogo Luis
Cortés Briñol, autor de 'Las pequeñas muertes de la vida', reflexiona sobre "cómo el distanciamiento de un familiar, de una amistad, de un amor o del yo que
una vez fuimos, marca nuestra identidad".
“Por raro que suene, estamos muy acostumbrados a morir. Los
humanos llevamos miles de años escribiendo sobre la muerte, temiéndola e
intentando comprenderla. Pero a veces pasamos por alto que ese gran final
físico, la gran muerte, no será jamás una vivencia para nosotros. Decía el
filósofo griego Epicuro que cuando la muerte está, nosotros ya no estamos, y
mientras estamos, ella no está. Entonces, ¿tiene la muerte algo que ver con
nosotros? Sí, y mucho.
Hay otras formas de morir, tan variadas como personas
existen: son las experiencias de pérdida que se viven con tanta intensidad como
para sugerirnos que, tras ellas, podemos decir que somos "alguien
diferente". Podríamos llamarlas pequeñas muertes, si bien su nombre no
debe llevarnos a engaño: son pequeñas porque no nos matan físicamente, pero son
intensas y transformadoras como pocas cosas en la vida. La pérdida de un ser
querido, por ejemplo, nos mata un poco por dentro. Como decía Julián Marías,
cuando perdemos a alguien importante amamos menos todo lo demás, porque lo
amamos solamente con lo que queda de nosotros mismos.
La pérdida del otro no implica siempre su fallecimiento: la
ruptura entre hermanos por envidias o herencias; la ruptura entre padres e hijos por severidad de los padres, o porque hay hijos desagradecidos que no los respeta y los desprecia, o la ruptura definitiva de una relación es también una pequeña muerte. Morimos poco a poco con una
ruptura familiar o de amistad, los amores del pasado, incluso el yo que fuimos
en la niñez y la adolescencia (un "otro" que ya no somos) pasan a
formar parte de nuestra galería de muertes figuradas. Afectan a nuestra
identidad personal, que está siempre conformada por los demás. Por esa razón,
hay pequeñas muertes cuyo carácter social es muy marcado: cuando nos morimos a
ojos de los demás, cuando nos niegan la pertenencia al grupo. Es la pequeña
muerte del marginado, del excluido.
Las pequeñas muertes nos arrebatan los vínculos, la pérdida
resquebraja con los otros, con el ropaje de nuestra vieja identidad personal,
con nuestro lugar en la sociedad. Al hacerlo, modifica nuestra forma de estar
en el mundo, la que nos proporcionaba una guía cotidiana. Mueren los proyectos
e ilusiones que antes nos apasionaban y ahora nos aburren o dimos por
imposibles. Se van los hijos de casa y sus padres experimentan una soledad
agridulce: las crían vuelan deseosas de conquistar sus propios cielos, pero al
mismo tiempo dejan vacío un nido sin polluelos que cobijar. ¿Son las pequeñas
muertes algo malo? Aunque a veces duelan, no: son la prueba de haber amado y de
tener memoria, de estar vivo.
No todas las pequeñas muertes nos vienen impuestas, algunas
son deliberadamente buscadas. Llegan momentos en la vida en los que decidimos
pasar página, crecer a costa de renunciar. Tras cada muerte metafórica,
encontramos un pequeño renacimiento. Y es en ese punto donde se pone a prueba
nuestro coraje. Si dejamos que las pequeñas muertes pasen por encima de nosotros
sin inmutarnos, estaremos perdiendo la gran oportunidad de aprender de ellas.
Reconozcámoslo, nos llevamos mal con esto de ser mortales, de
sufrir pérdidas. Queremos perdurar, que los seres queridos permanezcan junto a
nosotros, seguir instalados en aquellas ideas, lugares y actividades que nos
apasionaban. Anhelamos que nuestros caducos cuerpos no nos fallen el día de
mañana. La histórica batalla contra la mortalidad está perdida. La libran las
religiones desde hace milenios y, hoy en día, la pelea se palpa eufórica en el
terreno de la tecnociencia. Con independencia de las creencias de cada uno,
llegará un día en el que dejemos este mundo. Para cuando llegue tal fecha,
habremos vivido ya unas cuantas vidas y algunas muertes.
La vida es un viaje heroico. El heroísmo ante las pequeñas
muertes pasa por hacer presentes a nuestros ausentes, esa presencia ausente que
nos acompaña todos los santos días y el deseo de mirar de cara a los
"otros" que se fueron (el otro, el yo que fuimos, nuestro lugar la
sociedad) para ver en ellos el boceto de quienes somos hoy y seguir aprendiendo
de ellos; asumir que nos conforma nuestra finitud, que la pérdida hace plena la
vida humana. Una vida buena será la vida que, al margen de ser larga (en años)
y ancha (en pequeñas muertes) sea honda, es decir, se apropie de las muertes
simbólicas y haga suyo el cambio, único ingrediente constante de nuestro humano
viaje”.
Fotografía: Internet
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