«Misericordia quiero y no sacrificio», dice el Señor. La Pascua nos hace volver la mirada, en medio de la Cuaresma, al tema de la misericordia del Señor. La Pascua está rubricada por la reconciliación del hombre con Dios y nos hace mirarlo con un corazón lleno de deseos de liberación y de reconciliación.
«Lo antiguo ha pasado y lo nuevo ha comenzado», y Cristo
es la nueva Pascua. De dos parábolas se sirve Jesús para hacernos comprender la
misericordia de Dios. El Pastor que deja el rebaño para ir en búsqueda de la
oveja perdida y una vez que la encuentra 'la alza sobre sus hombros'. La oveja
perdida es el pecador que se ha alejado del rebaño y que el amor de Dios en
Jesucristo, la busca hasta encontrarla y la lleva consigo. Todo pecador es buscado por Cristo para
ponerlo a salvo y llevarlo a una vida mejor, a la vida de la gracia y
del amor verdadero, junto al rebaño de los creyentes.
Otro ejemplo es el del 'hijo pródigo' que abandonó la casa del
padre y malgastó su herencia, quien -tocado por la gracia- vuelve a la casa
paterna y el Padre amorosamente sale a su encuentro y hace para él una fiesta.
Dios es el Padre que espera incansable a los hijos que lo abandonan. Cuando los ve venir, sale a su encuentro y los recibe con alegría, los acoge con su misericordia, permitiendo que les hiera el aguijón de
los remordimientos, para que se haga
más rápida la reconciliación amorosa con el perdón de la gracia de los hijos de Dios.
Todos nosotros, pecadores, somos tocados por la gracia para
volvernos a Dios Padre, que nos espera con el beso del perdón, tras nuestro arrepentimiento. Todos estamos llamados a volver a Dios y la Cuaresma se hace un
camino maravilloso para la conversión. La gracia de Dios está tocándonos el corazón
para que reconozcamos nuestras debilidades y que cambien nuestras costumbres, nuestros gestos y actos intencionados para dañar a los humanos. Sepamos
que la misericordia de Dios es infinita y que con su amor nos acoge. Su
Hijo hecho Pascua nos está esperando para hacernos gustar el amor del Padre,
ese amor que hace que el que ha caído se levante y el que está en medio del
camino se ponga a caminar con la esperanza de una vida nueva en el amor.
La Iglesia nos invita a gustar de esa inmensa misericordia de
Dios Padre, nos invita a no quedarnos caídos en medio del camino. Pone en
nuestro corazón la necesidad de reconciliarnos con el Padre, de convertirnos cada vez
más al amor de Dios y de los hermanos. Toca con su gracia la dureza de nuestro
corazón, llamándonos a la conversión y a gustar de su infinita
misericordia, porque la misericordia de Dios es infinita y no se agotan sus
bondades.
Cantar eternamente la misericordia de Dios, no es
simplemente cantar con la lengua, con la voz, con la música, también es eso,
pero además, es cantar de manera especial, expresando esa realidad de la misericordia
de Dios en nuestra vida, viviendo con alegría todo lo que realmente nos acerque a Dios. Lo contrario sería actuar erróneamente para alejarnos, esos nos arrastraría a la realidad triste, dolorosa,
angustiante del pecado. Pues, sabiendo que es mucho más grande la
misericordia de Dios que nuestros pecados, acerquémonos humildemente al Señor, para recibir su infinita misericordia a través del perdón, ese perdón que nos liberará de toda maldad cometida.
Ya hace un tiempo que el Papa en una de las catequesis de los miércoles
nos explicó la relación entre justicia y misericordia en Dios según la Biblia.
«Queridos hermanos y hermanas:
La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia
infinita, pero también como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas?
¿Cómo se articula la realidad de la misericordia con las exigencias de la
justicia? Podría parecer que son dos realidades que se contradicen; en realidad
no es así, porque es precisamente la misericordia de Dios la que lleva a
cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata?
Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos
que quien se considera víctima de un abuso se dirige al juez del tribunal y
pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que inflige
una pena al culpable, según el principio de dar a cada uno lo suyo. Como dice
el libro de los Proverbios: «Quien practica la justicia está destinado a la
vida, pero quien persigue el mal está destinado a la muerte» (11,19). También
Jesús lo menciona en la parábola de la viuda que iba repetidamente al juez y le
pedía: «Hazme justicia contra mi adversario» (Lc. 18,3). Pero ese camino no
lleva aún a la verdadera justicia porque en realidad no vence el mal, sino simplemente
lo limita. En cambio, solo respondiendo con el bien es como el mal puede ser
verdaderamente vencido.
He aquí, pues, otro modo de hacer justicia que la Biblia nos
presenta como senda maestra para recorrer. Se trata de un procedimiento que
evita el recurso al tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente al
culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está
haciendo mal, apelándose a su conciencia. De este modo, finalmente
recapacitando y reconociendo su propio error, podrá abrirse al perdón que la
parte lesa le está ofreciendo. Y esto es hermoso: como consecuencia de la
persuasión de lo que está mal, el corazón se abre al perdón que se le ofrece.
Este es el modo de resolver los contrastes en las familias, en las relaciones
entre esposos o entre padre e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea
salvar la relación que le une al otro. No cortar esa relación, ese trato.
Ciertamente es un camino difícil. Requiere que quien ha
padecido el error esté dispuesto a perdonar y desee la salvación y el bien de
quien le ha ofendido. Solo así puede triunfar la justicia, porque si el
culpable reconoce el mal que ha hecho y deja de hacerlo, ese mal ya no existe,
y el que era injusto se vuelve justo, porque ha sido perdonado y ayudado a
volver a la vía del bien. Y ahí está precisamente el perdón, la misericordia.
Así es como Dios actúa con nosotros los pecadores. El Señor
continuamente nos ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar conciencia
de nuestro mal para podernos liberar. Porque Dios no quiere nuestra condena,
sino nuestra salvación. ¡Dios no quiere la condena de nadie! Alguno podrá
preguntarme: “Pero Padre, ¿la condena de Pilato se la merecía? ¿Dios la
quería?” ¡No! Dios quería salvar a Pilato, e incluso a Judas, ¡a todos! El
Señor de la misericordia quiere salvar a todos. El problema es dejar que entre
en el corazón. Todas las palabras de los profetas son una llamada apasionada y
llena de amor que busca nuestra conversión. Mirad lo que dice el Señor por el
profeta Ezequiel: «¿Acaso quiero yo la muerte del impío y no más bien que se
convierta de su conducta y viva?» (18,23; cfr. 33,11): ¡eso es lo que le gusta
a Dios!
Ese es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y
quiere que sus hijos vivan en el bien y en la justicia y, por eso, que vivan en
plenitud y sean felices. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño
concepto de justicia para abrirnos a los horizontes ilimitados de su
misericordia. Un corazón de Padre que no nos trata según nuestros pecados ni
nos paga según nuestras culpas, como dice el Salmo (103,9-10). Y es
precisamente un corazón de padre el que nos queremos encontrar cuando vamos al
confesionario. A lo mejor nos dice algo para que entendamos mejor el mal, pero
en el confesionario todos vamos a encontrar un padre que nos ayude a cambiar de
vida; un padre que nos dé la fuerza para seguir adelante; un padre que nos
perdone en nombre de Dios. Y por eso, ser confesores es una responsabilidad tan
grande, porque aquel hijo, aquella hija, que viene a ti solo busca encontrar un
padre. Y tú, cura, que estás en el confesionario, tú estás ahí en el puesto del
Padre que hace justicia con su misericordia».
Pienso que todos somos conscientes de nuestra condición pecadora, por tanto, somos conscientes de nuestros pecados: «Los que hacen el bien tendrán vida eterna, y los que hacen el mal tendrán su castigo». Cuando nos reconocemos pecadores reconocemos nuestros pecados y del reconocimiento surge nuestro arrepentimiento. La misericordia de Dios es lo que hace que se cumpla la verdadera justicia. La justicia humana solamente limita el mal, no lo vence, no lo hace desaparecer. La justicia divina, en cambio, supera el mal contraponiéndolo al bien. El camino privilegiado que la Biblia nos señala para alcanzar una auténtica justicia es aquel en el que la víctima, sin recurrir al tribunal, se dirige directamente al culpable, apelando a su conciencia, para que comprenda que está realizando el mal y pueda convertirse. Sólo así, el culpable, reconociendo su culpa, puede abrirse al perdón que la parte ofendida le ofrece.
Dios actúa con nosotros, pecadores, de la misma manera. Nos
ofrece continuamente su perdón, nos ayuda a reflexionar y a tomar conciencia de
nuestro mal, para que nos liberemos del pecado y nos salvemos. Dios es amor y nos pide que actuemos con amor, porque no quiere nuestra
condenación sino nuestra felicidad eterna.
La misericordia de Jesús no tiene límite: entrega su vida en la cruz para que los que creemos en Él nos salvemos, y además, se ofrece como alimento de vida eterna. «Este es mi cuerpo entregado por ustedes...». «Amor fraterno. Amor de entrega».
«Cantemos al Amor de los amores: cantemos al Señor, nuestro salvador».
Fotografía: Internet
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