«Más ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos;
primicias de los que durmieron. Porque por cuanto la muerte entró por un
hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque, así como
en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno
en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su
venida».
En el Credo Apostólico aparecen dos impresionantes frases relativas a Jesucristo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado». Así se expresa, toda la crudeza de la humillación de Cristo. Si tales frases fuesen las últimas del credo, la confesión de fe cristiana sería un enigma nebuloso. El final del ministerio de Jesús podría interpretarse como una tragedia desconsoladora, como el derrumbe de un cúmulo de esperanzas gloriosas.
Los teólogos nos ayudan a entender el significado y la trascendencia de la muerte y resurrección de Cristo: La carrera del Maestro admirado, santo, obrador
de milagros, compasivo, revelador del Padre, dominador de las fuerzas
demoníacas, anunciador y promotor del Reino de Dios ¿había de morir como un
vulgar malhechor? Su grandeza indiscutible ¿había de concluir en la oscuridad
fría de un sepulcro? El que había salvado a otros de la muerte ¿no podía
salvarse a sí mismo? Las fuerzas del Reino ¿no podían acabar con todos los
poderes enemigos? La fe y las esperanzas de los discípulos ¿habían de concluir
en el más cruel de los desengaños? ¡Cuánta amargura rezuman las palabras de los
discípulos de Emaús cuando regresaban de Jerusalén a su aldea: «Nosotros
esperábamos que Él sería el que redimiera a Israel»! Pero después de lo
acontecido ¿qué podían esperar?
De igual modo, ¿qué esperanza podría tener hoy un cristiano, si hubiese de creer en un Cristo «muerto y sepultado»? ¿Quién ensalzaría su
gloria? Sólo podría pensarse en lo patético de su tragedia. Y quienes todavía
mantuviesen su adhesión al Crucificado serían, en palabras del apóstol Pablo,
«los más dignos de conmiseración de todos los hombres». Pero el Credo no se
cierra con la palabra «sepultado». Añade: «Resucitó de entre los muertos,
ascendió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios...». Con estas frases
destaca lo más trascendental en la historia de la salvación. Inseparable del
mensaje de la cruz, y juntamente con él, la proclamación de la exaltación de Jesús
constituye el eje del Evangelio. En esa proclamación sobresalen cuatro puntos
esplendorosos: la resurrección de Jesús, su ascensión a los cielos, su sesión a
la diestra de Dios y su futura venida en gloria. De estas cuatro realidades
gloriosas nos centraremos en la primera: la resurrección de Cristo.
La resurrección de Cristo, el milagro de mayor trascendencia.
Obviamente nos hallamos ante un milagro, el más grande en la experiencia de
Jesús. Como el resto de sus milagros, ha sido blanco de la crítica histórica,
radicalmente positivista. Asumiendo la negación de todo milagro propugnada por
D. Strauss, basta decir que cualquiera de las objeciones que suelen oponerse a
la veracidad histórica de la resurrección de Cristo, si se examina sin
prejuicios, es mucho menos creíble que lo narrado por los evangelistas. Frente
a todas ellas se alza un hecho innegable: cuando el cuerpo de Jesús fue
sepultado los discípulos estaban moralmente destrozados. Sus creencias sobre el
carácter mesiánico de Jesús se conmovían. ¿Era verdaderamente el «Ungido» o
habrían de esperar a otro, como un día pensó Juan el Bautista? A la
incomprensión y la duda se unía en ellos el temor. El grupo de los más fieles
se reuniría en una casa para llorar su dolor y su frustración; pero con las puertas
cerradas. Sus mentes y sus corazones estaban literalmente asolados. Se había
secado su esperanza. ¿Y este puñado de seguidores habría sido capaz de
enfrentarse a la hostilidad del Sanedrín si Jesús hubiera seguido muerto?
¿Arriesgarían su vida por defender una mentira? ¿Quién puede creerlo?
La resurrección de Cristo, fundamento de la iglesia y de la
fe. De no haber mediado la resurrección de Jesús, la Iglesia cristiana jamás
habría existido. Pero las apariciones del Cristo resucitado cambiaron
radicalmente la situación. Con la resurrección de su Señor resucitó la fe de
ellos. Ahora veían sin ningún género de dudas que no se habían equivocado en su
esperanza, que era verdad lo que el Señor les había dicho acerca de su muerte y
resurrección. Alborozados, con gozo incontenible, se dirían unos a otros: «Ha
resucitado el Señor verdaderamente». A partir de ese momento serían testigos
activos del gran milagro y lo anunciarían a los cuatro vientos proclamando el
Evangelio.
Este hecho vino a ser el fundamento sobre el cual descansa y
se consolida la fe cristiana. Fue lo más destacado en la primera predicación el
día de Pentecostés. Siguió siéndolo a partir de aquel momento y mantuvo su
prominencia en las cartas apostólicas. Para Pablo la fe sólo tenía sentido
cuando se apoyaba en «Aquél que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor».
En su primera carta a los Corintios resume el Evangelio de modo magistral: «Que
Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue
sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras». Y tal
importancia da a la resurrección que, de no haber tenido lugar, la fe cristiana
sería un fiasco: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación,
y vana es también vuestra fe». Tanto es así que, en los primeros tiempos del
cristianismo, según atinada observación de C.S. Lewis, «predicar el
cristianismo significaba principalmente predicar la resurrección». De modo que
quienes habían oído sólo fragmentos de la enseñanza de Pablo en Atenas tuvieron
la impresión de que hablaba de dos nuevos dioses: Jesús y Anástasis
(«resurrección» en griego). Si el mensaje de la cruz había sido para los
griegos «locura», el de la resurrección había de parecerles el mayor de los
absurdos. Pese a todo, el gran evento había tenido lugar y vino a ser la roca
sobre la que se alzó toda la estructura de la fe cristiana. La base de esta
estructura no fue -no es- una simple doctrina, una inferencia intelectual o un
anhelo vital. Fue un evento glorioso, del que muchos hombres y mujeres fueron
testigos, demostrativo de que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos».
La resurrección de Cristo, garantía de nuestra esperanza... Digamos, que la resurrección de Cristo garantiza la resurrección futura a
vida eterna de cuantos creen en él. En una de sus primeras cartas a los Tesalonicenses,
ya se refirió Pablo a esta doctrina, reafirmando lo que había enseñado el Señor
mismo. Pero la enseñanza más recia sobre este tema la hallamos en el monumental
capítulo 15 de su carta a los Corintios. En este texto el apóstol desarrolla
una sólida argumentación para demostrar que Cristo resucitó de los muertos, refutando
así el error de quienes afirmaban que «no hay resurrección de muertos»; pero en
su conclusión, enlaza la resurrección del Señor con la de sus redimidos, que
tendrá lugar en su segunda venida. Cristo resucitado es «primicias de los que
durmieron».
William Barclay recuerda que la fiesta de la pascua (cuando Jesús resucitó) era también la fiesta de las primicias, la cual coincidía con la época en que la cebada era segada. Aquel primer fruto era el principio de la cosecha que había de seguir, es decir, la resurrección de sus santos que ya habían fallecido. Para reforzar esta afirmación Pablo introduce un paralelo antitético entre Adán y Cristo: «Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados». Lo uno es tan cierto como lo otro. Todos los que están «en Adán», es decir, todos cuantos viven en su naturaleza caída, alejados de Dios, mueren. Todos los que están «en Cristo» serán resucitados para vida eterna o transformados. Esta perspectiva ha sido siempre motivo de consuelo y estímulo para el pueblo cristiano, y ha dado mayor brillo a la gloria del Resucitado. Así parece haberlo entendido Pablo cuando escribía: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria». Un eco maravilloso de lo dicho por el Señor Jesucristo mismo: «Porque yo vivo, vosotros también viviréis».
«La resurrección de Cristo es nuestra más grande certeza, es el tesoro más valioso». Papa Francisco.
El misterio de nuestra fe... Pasión, Muerte y Resurrección: esta es nuestra Fe.
Fotografía: Internet
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