Como cristianos nos parecen especialmente significativas las siete frases pronunciadas por Jesús desde la cátedra de la cruz. Siete palabras que recogen lo más importante de su doctrina, lo más hermoso de su experiencia, lo más valioso de su testamento. Siete últimas palabras; siete últimos suspiros desde el lecho de muerte de un inocente. Siete proclamas que resuenan en el calvario y retumban en el tiempo...
Las siete palabras de Jesús han sido colocadas por los comentaristas en el mejor orden en que se han podido ubicar. Grandes lecciones se pueden aprender de ellas, entre las que se encuentran el amor por Dios y el mantenimiento de una relación con Él, el poder de la oración, el amor por las Escrituras y la importancia de su estudio y aplicación, el perdón hacia los enemigos, el valor de la madre y la mujer en general y las doctrinas luminosas del Plan de Salvación. Jesús puso en toda su actitud un ejemplo de valor y lealtad que sería seguido por sus discípulos, comenzando con el caso de Esteban, que guarda estrechas semejanzas. Las palabras de Jesús, preparando con la muerte el milagro de la resurrección, han resonado en cada alma que las ha recibido a través de los siglos, y su efecto sigue iluminando el camino de los seguidores y discípulos de Dios en nuestros días.
Las 7 palabras se refieren a las siete frases que pronunció Nuestro Señor desde la Cruz.
Primera Palabra:
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34)
Jesús, con estas palabras, no pide el perdón para sí, pues no le hacía falta, sino para los que le habían masacrado. Murió amando hasta el final, perdonando. El amor gana así al odio. En la Cruz volvió a dar una gran lección, pues la verdadera prueba del cristianismo no es amar a los amigos, sino a los enemigos, a los que nos desean y hacen el mal y no nos quieren. Perdonar ayuda a quitar el odio, perdonar vence al odio. El odio queda derrotado a fuerza de bien, de perdón.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sacrificio la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de tu preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un dolor tan intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu infinita misericordia.
Segunda Palabra:
"Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43)
Estas palabras nos enseñan la actitud que debemos tomar ante el dolor y el sufrimiento. El buen ladrón al ver a Jesús en la cruz comprende el valor del sufrimiento. El sufrimiento puede hacer un bien a otros y a nuestra alma. Nos acerca a Dios si le damos sentido.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta generosidad correspondiste a la fe del buen ladrón, cuando en medio de tu humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, hasta llegar a asegurarle que aquel mismo día estaría contigo en el Paraíso: ten piedad de todos los hombres que están para morir, y de mí cuando me encuentre en el mismo trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo, me entregue a tu empresa redentora del mundo y pueda alcanzar lleno de méritos el premio de tu eterna compañía.
Tercera Palabra:
"He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre" (Jn 19, 26)
La Virgen, al pie de la Cruz, sufriendo por ver a su Hijo lacerado, es proclamada Madre de todos los hombres. El amor, y más el de una madre, busca aligerar al que sufre y tomar sus dolores. El Hijo y la Madre nos aman con un amor sin límites. María es, desde ese momento, madre de todos nosotros y nos quiere como quiso a su Hijo. Nunca nos abandona.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y , olvidándome de tus tormentos, me dejaste con amor y comprensión a tu Madre dolorosa, para que en su compañía acudiera yo siempre a Ti con mayor confianza: ten misericordia de todos los hombres que luchan con las agonías y congojas de la muerte, y de mí cuando me vea en igual momento; y por el eterno martirio de tu madre amantísima, aviva en mi corazón una firme esperanza en los méritos infinitos de tu preciosísima sangre, hasta superar así los riesgos de la eterna condenación, tantas veces merecida por mis pecados.
Cuarta Palabra:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46)
Estas palabras nos hacen pensar en el pecado de los hombres. El pecado es la muerte del alma. El pecado es el abandono de Dios por parte del hombre. El hombre rechazó a Dios y Jesús experimentó el abandono y la soledad.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y tormento tras tormento, además de tantos dolores en el cuerpo, sufriste con invencible paciencia la más profunda aflicción interior, el abandono de tu eterno Padre; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle también en la agonía; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y contradicciones de una vida en tu servicio, entre mis hermanos de todo el mundo, para que siempre unido a Ti en mi combate hasta el fin, comparta contigo lo más cerca de Ti tu triunfo eterno.
Quinta Palabra:
"Tengo sed" (Jn 19, 28)
La sed es un signo de vida. Tiene sed de dar vida y por eso muere.
Él tenía sed por las almas de los hombres. Jesús trató de reunir a los hombres todos los días de su vida, pero una parte de ellos lo rechazó. Que despreciaran su amor, el amor de Dios le dolió en lo más profundo de su ser. La sed de todo hombre es la sed del amor.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y no contento con tantos oprobios y tormentos, deseaste padecer más para que todos los hombres se salven, ya que sólo así quedará saciada en tu divino Corazón la sed de almas; ten piedad de todos los hombres que están agonizando y de mí cuando llegue a esa misma hora; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme tal fuego de caridad para contigo y para con tu obra redentora universal, que sólo llegue a desfallecer con el deseo de unirme a Ti por toda la eternidad
Sexta Palabra:
"Todo está consumado" (Jn 19,30)
Todo tiene sentido: Jesús por amor nos da su vida. Jesús cumplió con la voluntad de su Padre. Su misión terminaría con su muerte, pero su sacrificio sería aceptado por el Padre. Resucitará. La obra de nuestra redención está completada, pero tenemos que colaborar con ella, tenemos que obrar para merecer esa redención. No hemos salvado todavía nuestras almas, pues somos libres. Todo lo que hagamos debe estar dirigido a este fin.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y desde su altura de amor y de verdad proclamaste que ya estaba concluida la obra de la redención, para que el hombre, hijo de ira y perdición, venga a ser hijo y heredero de Dios; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me halle en esos instantes; y por los méritos de tu preciosísima sangre, haz que en mi entrega a la obra salvadora de Dios en el mundo, cumpla mi misión sobre la tierra, y al final de mi vida, pueda hacer realidad en mí el diálogo de esta correspondencia amorosa: Tú no pudiste haber hecho más por mí; yo, aunque a distancia infinita, tampoco puede haber hecho más por Ti.
Séptima Palabra:
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
Jesús abandonado en las manos de Dios, con la confianza del Hijo. Estas palabras nos hacen pensar que debemos de cuidar nuestra alma, no sólo nuestro cuerpo. Jesús entregó su cuerpo, pero no su alma. Devolvió su espíritu a su Padre no con grito de rebelión sino con un grito triunfante. Jesús nunca perdió de vista su meta a seguir. Sacrificó todo para alcanzarla. Lo más importante en la vida es la salvación de nuestras almas.
De nada nos sirve ganar el mundo si perdemos nuestra alma.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y aceptaste la voluntad de tu eterno Padre, resignando en sus manos tu espíritu, para inclinar después la cabeza y morir ; ten piedad de todos los hombres que sufren los dolores de la agonía, y de mí cuando llegue esa tu llamada; y por los méritos de tu preciosísima sangre concédeme que te ofrezca con amor el sacrificio de mi vida en reparación de mis pecados y faltas y una perfecta conformidad con tu divina voluntad para vivir y morir como mejor te agrade, siempre mi alma en tus manos.
Hace más de 2000 mil años, un Ser Divino, revestido de humildad marcó el destino de nuestras vidas. Jesús, vino a la tierra a darnos la mejor enseñanza de amor; a pesar de las humillaciones, todo soportó por los hombres de la tierra, fue tal su amor que entregó su vida por todos nosotros. Jesucristo, a pesar de nuestros errores y pecados nos acepta como somos y nos tiende la mano.
En el Nuevo Testamento leemos varias veces que Jesús se entregó a sí mismo (Gálatas 2:20; Efesios 5:2, 25; Tito 2:14). Todas esas expresiones hacen brillar la grandeza y el amor de aquel que dio su vida. Nadie tenía el poder de quitársela (Juan 10:18), pero Él la ofreció para que pudiésemos recibir una vida nueva y espiritual, al confiar en Él.
Cristo ¡cuánto sufrimiento!
Mirarte rompe el alma.
Los hombres crueles contigo
y tu misericordia nos salva.
¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mí!
Fotografía: Internet
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