Santo Evangelio según San Mateo 13,54-58. No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. Jesús les dijo: "Si hay un lugar donde un profeta es despreciado es en su tierra, entre sus parientes y en su propia familia".
"Nadie es profeta en su tierra". Esta sentencia que ya pertenece al léxico popular nos viene nada menos que de Jesucristo. A Él le sucedió exactamente eso: no fue aceptado en su tierra. Después de haber predicado por varios pueblos y de haber realizado algunos milagros por Galilea, Jesús decide volver a Nazaret.
Lo primero que hizo Jesús al iniciar su ministerio público, fue abandonar su ritmo de vida, su casa y su familia. A Jesús le había llegado su hora y sus familiares que no sabían de la misión de Jesús, no les parecía bien que se echara a andar de pueblo en pueblo. Su familia más cercana pensaba de Él que había perdido la cabeza (Mc 3, 21). Y cuando fue a su pueblo, sin duda para explicar su mensaje, ni los vecinos de Nazaret creyeron en Él, se escandalizaron de lo que enseñaba y el propio Jesús se sintió despreciado por los de su casa (Mc 6, 1-6; Mt 13, 53-58; Lc 4, 16-30).
No le dolía a Cristo sólo el hecho de ser rechazado: Él sabía que su mensaje no sería acogido por todos. No le dolía a Cristo sólo la falta de fe, pues vino también para ayudarnos a creer. Si algo le dolía de verdad a Cristo en lo profundo de su Corazón, era eso: aquellos que lo negaban eran los de "su tierra". Sus parientes, amigos, todas las personas que habían convivido de cerca con Él durante treinta años. Ellos, su patria y su casa, no quisieron recibir a su propio profeta y Señor. Vuelto a casa, se juntó otra vez tanta gente que casi no se podía comer. Al enterarse sus parientes de todo lo anterior, fueron a buscarlo para llevárselo, pues decían: "Se ha vuelto loco". Los familiares de Jesús, tildaron de loco al propio Cristo. "Un profeta no es despreciado más que en su patria y en su casa." Sólo lo pueden herir aquellos que tienen su corazón en las manos, aquellos que no son simples desconocidos o siervos. ¡Los familiares y amigos, cuando hieren, hieren hasta el fondo! Cristo lo expresó muchas veces en las apariciones a Margarita María de Alacoque y a Sor Faustina Kowalska: Lo que más le duele es ser despreciado por la indiferencia o el pecado de sus familiares y amigos más cercanos. Aquellos que debían amarlo más intensamente, ¡tú y yo y todos los que nos consideramos sus amigos!
Pero ese día en que vino a su pueblo, después de comenzar su ministerio público, esa humildad fue para sus ciudadanos motivo de tropiezo: "Se escandalizaban a causa de Él". Jesús trata de explicarlo con la sentencia que hemos indicado: "Un profeta no tiene honor en su propio pueblo". ¿Por qué? Porque se desata una pasión humana que impide ver la verdad: la envidia. La envidia ciega e impide alegrarse con el bien del otro, en particular, cuando es cercano a mí. La caridad, en cambio, "no es envidiosa" (1Cor 13,4); se alegra con el bien. Alegrarse con el bien propio es cosa natural; pero alegrarse con el bien del otro, esto es la caridad. Por eso, el evangelista da la explicación verdadera del rechazo a Jesús: la falta de fe. No creen que Dios haya podido hacerse presente en el mundo en su Hijo encarnado y hecho hombre.
Nazaret era el pueblo de su Madre, donde Él era bien conocido, el sitio donde había crecido, donde había vivido y trabajado, en el cual tenía su casa, sus parientes, etc. Y, como era su costumbre, nos dice el Evangelio (Mc. 6, 1-6), un sábado entró en la Sinagoga de Nazaret y se puso a enseñar. El pasaje de San Marcos no nos informa qué fue lo que enseñó ni qué lectura fue la que hizo. Pero San Lucas, sí (Lc. 4, 16-30). Dice que, Jesús leyó del libro de Isaías el anuncio del Mesías y su misión (Is. 61, 1-2): "El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido". Y al terminar la lectura, enrolló el libro, lo devolvió al ayudante, se sentó y cuando todo el mundo "tenía los ojos fijos en Él", remató diciendo: "Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar", lo cual equivalía a decir: "Miren: el Profeta Isaías se está refiriendo a mí".
La historia demuestra que muchas personas no han sido suficientemente apreciadas en la casa y pueblo donde nacieron y crecieron. El caso de Jesús no es el único, ni fue el primero. Ya el profeta Miqueas, siete siglos antes de Cristo, había escrito la famosa frase: inimici hominis domestici eius (los enemigos del hombre son los de su propia casa). Y la razón de que desprecien a un profeta en su tierra, entre sus parientes y en su casa, no suele ser por culpa del profeta, sino por la cortedad de miras de los que le critican, o por otras razones más ruines, vaya usted a saber.
También es muy conocida la afirmación de que ningún hombre es grande para su ayudante de cámara. Los paisanos de Jesús no se explicaban cómo una persona tan normal, tan humilde en sus orígenes y sin una preparación especial, pudiera tener la sabiduría y la fuerza de hacer milagros que parecía tener el hijo del carpintero. Y se escandalizaron de Él y el mismo Jesús se extrañó de la falta de fe de su gente y no pudo hacer allí ningún milagro.
También nosotros muy frecuentemente actuamos como los paisanos de Jesús: no juzgamos a los demás por lo que realmente hacen, sino por nuestros prejuicios sociales, o por lo que otros dicen, o simplemente por las apariencias. Sin descartar que a veces nuestros juicios estén influenciados por una cierta soberbia que nos impide ver la grandeza de la persona que tenemos al lado, como si al reconocer la grandeza del compañero se rebajara un poco nuestra propia estima. ¡Una pena!
Para predicar la verdad a unas personas que te miran con indiferencia, o con animadversión, hace falta mucho espíritu. Eso es lo que le pasó al profeta Ezequiel: el espíritu entró en él y le puso en pie, para que fuera capaz de predicar la palabra de Dios a un pueblo rebelde y obstinado. Impulsado por el espíritu, el profeta Ezequiel supo ser fiel al mandato del Señor en medio de muchas dificultades. Esto les está pasando hoy, en nuestro mundo secular y agnóstico, a muchos predicadores de la palabra de Dios. Es necesario hoy que todos nosotros nos llenemos del espíritu de Dios, para ser fieles distribuidores de la palabra y de la gracia de Dios en medio de esta sociedad en la que nos ha tocado vivir. Debemos hacerlo con humildad, con veracidad y con valentía. Nuestra sociedad debe saber que existen unos valores evangélicos que predicó Jesús de Nazaret y que estos valores siguen siendo hoy convenientes y necesarios para encontrar nuestra perfección y nuestra felicidad. Nos crean o no nos crean, los cristianos debemos seguir siendo fieles, con nuestra palabra y con nuestra vida, a los valores del evangelio de Jesús.
Cuando soy débil, entonces soy fuerte. San Pablo les dice esto a los fieles de Corinto en un momento en el que se veía criticado por algunos miembros de la comunidad que él había fundado. No soy yo el que os hablo, les dice, es Cristo el que os habla por mí. Yo soy débil, pero cuando reconozco mi debilidad empieza a actuar en mí la fuerza de Cristo. No predico una sabiduría humana, que no tengo, sino que dejo que sea Cristo el que hable por mí. Al reconocerme pobre y vacío dejo que entre en mí totalmente la gracia y la fuerza del Cristo al que predico. Esta lección de humildad y de verdad, de Pablo, debe ser para nosotros ejemplo de sabiduría cristiana.
Jesús, Dios Hijo, fue humillado, lo trataron de loco, intentaron despeñarlo, levantaron falsos testimonios contra Él, fue expulsado, despreciado, insultado, escupido, azotado, torturado, masacrado clavado en la cruz. Jesús no se defendió usando las mismas armas (ojo por ojo), no, Él se alejó de sus familiares, se marchó a otro pueblo y siguió cumpliendo con su misión. Es más, nos dio lecciones, cuando dijo a Pedro que envainara la espada porque “el que a espada mata a espada muere”. Y clavado en la cruz pide clemencia al Padre por todos sus malhechores: “Perdónales porque no saben lo que hacen”.
Y ¿quiénes son esos seres viles y despiadados capaces de hacer mal a una persona (de su sangre o no) y no sentir remordimiento? Pues, los envidiosos y farsantes que te ven como rival y les molesta tu luz. Son especialistas en el chantaje emocional y van embaucando con un relato creado a su imagen malévola y para hacerlo más creíble lo riegan con lágrimas de cocodrilo, pero, más tarde o más temprano sus malas intenciones quedaran al descubierto, la verdad siempre sale a la luz. Que tengan en cuenta los malvados que, al atardecer de la vida tendrán que rendir cuentas a Dios.
La envidia sigue presente en las familias, en los hermanos. Un hermano envidioso actúa para hacer daño de verdad y lo hace aposta; esa es la herida que de verdad duele, ver que tus hermanas se han aliado para menospreciarte y se jactan descaradamente.
La envidia sigue presente en las familias, en los hermanos. Un hermano envidioso actúa para hacer daño de verdad y lo hace aposta; esa es la herida que de verdad duele, ver que tus hermanas se han aliado para menospreciarte y se jactan descaradamente.
La Semana Santa es tiempo de reflexión, de humildad, de conversión, de pedir perdón. Tú que desprecias y te burlas. Tú que junto a tus compinches acusas falsamente. Tú que sabes que has mentido. Tú que has arrastrado contigo a los que te han creído. Tú que eres consciente del mal que has hecho, ahora tienes una preciosa oportunidad de arrepentirte y corregir tus malas acciones.
La herida que de verdad duele es ver que alguien sea capaz de herirte con sus propias manos.
La herida que de verdad duele es ver que alguien sea capaz de herirte con sus propias manos.
La herida que más duele es la traición de familiares o amigos, que con mentiras y falsedades te acusan y destruyen tu prestigio.
La herida que más duele es la del desprecio de los que tú quieres y pensabas que te querían.
La herida que más duele es ver como la envidia destruye lo hermoso del ser humano; el envidioso es depravado capaz de odiar, mentir, fingir, matar. Un envidioso es un ser sin escrúpulos, sin valores que vive atormentado pensando en vengarse dañando al envidiado.
Jesús fue traicionado, murió víctima de la envidia, por envidia fue perseguido, acusado y condenado a muerte, pero Jesús venció a la envida y a la muerte: ¡Triunfó el Amor! ¡Jesús, Resucitó!
La herida que más duele es ver como la envidia destruye lo hermoso del ser humano; el envidioso es depravado capaz de odiar, mentir, fingir, matar. Un envidioso es un ser sin escrúpulos, sin valores que vive atormentado pensando en vengarse dañando al envidiado.
Jesús fue traicionado, murió víctima de la envidia, por envidia fue perseguido, acusado y condenado a muerte, pero Jesús venció a la envida y a la muerte: ¡Triunfó el Amor! ¡Jesús, Resucitó!
La herida que de verdad duele
es ver sangrando a Jesús;
clavado de pies y manos,
por amor muere en la cruz.
Fotografía: Internet
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