Una vez un hombre estaba tan sediento que llamó a uno de sus hijos y le ordenó que cogiera un cántaro y que fuese a llenarlo al río que pasaba por las afueras del pueblo. Lo único que le pidió es que se diera mucha prisa, porque ya estaba al borde de la deshidratación.
Desde lo alto de su casa, el padre siguió con la mirada el trayecto del muchacho y vio cómo ponía el cántaro debajo de una cascada donde el agua bajaba con tal fuerza que el líquido no lograba entrar en el interior del recipiente, ya que su cuello era muy estrecho. Cuando el chico estuvo de vuelta, el padre observó el cántaro y vio cómo el borde de la vasija se había agrietado por el impacto del torrente. Además, la poca agua que había podido recoger estaba turbia. Contrariado por la forma en que su hijo había cumplido el encargo, le dijo:
Desde lo alto de su casa, el padre siguió con la mirada el trayecto del muchacho y vio cómo ponía el cántaro debajo de una cascada donde el agua bajaba con tal fuerza que el líquido no lograba entrar en el interior del recipiente, ya que su cuello era muy estrecho. Cuando el chico estuvo de vuelta, el padre observó el cántaro y vio cómo el borde de la vasija se había agrietado por el impacto del torrente. Además, la poca agua que había podido recoger estaba turbia. Contrariado por la forma en que su hijo había cumplido el encargo, le dijo:
—No sé por qué no sumergiste el cántaro en las tranquilas aguas del río en lugar de romperlo al intentar llenarlo en aquella potente cascada.
A lo que el joven respondió:
—Tienes razón, pero como me dijiste que estabas sediento y que no tardara en volver...
Eso nos ocurre en numerosas ocasiones, cuando hacemos las cosas a toda prisa sin caer en la cuenta de que las cosas que se realizan precipitadamente, nunca salen bien...
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