Una vez un hombre muy afortunado había conseguido la mejor entrevista de su vida: Iba a entrevistar ni más ni menos que a Dios.
Esa tarde el hombre llegó a su casa dos horas antes, se arregló con sus mejores ropas, lavó su automóvil e inmediatamente salió de su casa. Conducía por la avenida principal rumbo a su cita, pero en el trayecto cayó un gran aguacero y como consecuencia obligó a paralizar el tráfico, formándose un embotellamiento circulatorio. El tiempo transcurría, eran las 7:30 y la cita era a las 8:00 p.m.
De pronto le tocaron en el cristal de la ventanilla y vio a un niño de unos nueve años que le ofrecía clínex. Buscó unas monedas en su bolsillo y cuando se dispone a entregarlas, el niño no está. Miró hacia el suelo y ahí estaba con un ataque de epilepsia.
Rápidamente el hombre cogió al niño y lo puso en el asiento trasero de su coche y tocando el claxon, le iban abriendo paso y con mucha sangre fría, pudo salir del atasco dirigiéndose al Hospital más cercano.
En urgencias contó lo que pasó, pidió que lo atendiesen de la mejor forma posible, se disculpó con el doctor y salió corriendo para tratar de llegar a su cita con Dios. Sin embargo el hombre llegó 10 minutos tarde y Dios ya no estaba. El hombre se ofendió y le reclamó al cielo:
—Dios mío, pero tú te diste cuenta, no llegué a tiempo porque tuve que atender al niño. No me pudiste esperar. ¿Qué significan 10 minutos para un ser eterno como Tú?
Desconsolado se quedó sentado en su coche. De pronto lo deslumbró una luz y vio en ella la carita del niño a quien auxilió. Vestía el mismo suetercito deshilachado, pero ahora tenía el rostro feliz e iluminado.
En ese momento el hombre escuchó una voz en su interior:
«¡Hijo mío, no te pude esperar… y salí a tu encuentro!».
Nos quejamos de que nuestros días son muy cortos, pero actuamos como si fueran eternos.
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