Nasrudin y su amigo hacía mucho tiempo que no se veían y, mientras tomaban un té, hablaron de lo divino y de lo humano y rememoraron cómo habían transcurrido sus vidas. Omar le contó que era muy feliz con su mujer, que le había dado tres hijos maravillosos.
Como Nasrudin no explicaba nada sobre su estado civil, su buen amigo le preguntó:
—Entonces, ¿nunca te has planteado casarte?
Tras permanecer un rato callado, le confesó:
—En mi juventud decidí buscar a la mujer perfecta que tenía en mi mente. Crucé las dunas del desierto, llegué a Damasco y allí conocí a una muchacha muy religiosa y de gran belleza, pero que no tenía ningún interés por las cosas de este mundo. Un tiempo después, atraído por los jardines del palacio de Chehel Sotún, encaminé mis pasos a otra gran ciudad, Isfahan. Paseando, encontré una mujer que conocía lo material y lo espiritual, pero desgraciadamente no era bonita. Entonces, viajé a El Cairo. Allí, uno de mis mejores clientes me invitó a cenar en su casa donde me sentaron al lado de una joven preciosa, religiosa y conocedora de todo lo terrenal.
—¿Y te casaste con ella? —le preguntó ilusionado Omar.
A lo que Nasrudin respondió:
—¡Ah!, compañero, lamentablemente ella también soñaba con un hombre perfecto.
¿Y quién no sueña con un ser perfecto para compartir la vida?
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