Hacía días que había llegado a la feria del pueblo un vendedor de globos que siempre tenía clientes alrededor, porque sabía cómo atraer su atención.
Un niño negro, que se pasaba las horas muertas delante de él, vio cómo soltaba un globo rojo, todos los presentes lo contemplaban mientras ascendía lentamente y se perdía por detrás del campanario de la iglesia. Aprovechando la expectación que se había creado, el vendedor de globos fue soltando, uno tras otro; un globo azul, después uno verde, más tarde uno amarillo y uno lila, otro blanco…
Todos remontaron el vuelo como había hecho el rojo empujados por una suave corriente de aire, se alejaban y se hicieron, a la vista, cada vez más y más pequeños, arrastrando tras de sí la mirada ilusionada de grandes y pequeños.
Mientras todos miraban al cielo, el niño negro no perdía de vista un globo negro que el vendedor aún sujetaba en su mano.
Tras armarse de valor, se acercó y le preguntó:
—Señor, si soltara el globo negro, ¿subiría tan alto como los demás?
El vendedor entendiendo lo que realmente sentía el niño, soltó el globo y le respondió:
—No es el color lo que los hace subir, hijo. Es lo que hay dentro.
Porque, a pesar de las diferencias externas, por dentro todos somos iguales.
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