Un hombre que había perdido a su esposa durante el parto, estaba criando sólo a su hijo, a quien amaba más que nada en el mundo.
Un día, mientras el padre estaba ausente, unos saqueadores quemaron la mayor parte del pueblo y secuestraron a su hijo. Cuando el padre volvió, confundió uno de los cadáveres quemados y pensó que era el de su hijo. Completamente devastado, hizo cremar el cuerpo y puso las cenizas en una urna que colocó en el mejor lugar de la casa.
Días después, el niño logró escapar de los saqueadores. Corrió de regreso a su casa y llamó a la puerta, de la casa que su padre había reconstruido.
El hombre preguntó que quién era y el muchacho contestó:
—Soy yo, tu hijo, por favor, déjame entrar.
Al escuchar la respuesta, el padre sin dar crédito, apretó contra su pecho la urna con las cenizas y pensó que otro niño del pueblo le estaba jugando una broma cruel.
—¡Vete!— le gritó de nuevo.
El muchacho continuó tocando en la puerta y rogándole al padre que le abriera. Sin embargo, el hombre convencido de que no se trataba de su hijo, siguió diciéndole que se fuera. Finalmente, el niño se dio por vencido. Se fue y nunca más volvió.
A veces convertimos lo improbable en imposible y nos aferramos a una idea, asumiendo que es una verdad absoluta e inmodificable, de manera que nos cerramos a abrir la puerta de nuestra mente y dejar entrar a la verdad.
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