domingo, 15 de octubre de 2017

Una mamá muy malvada

Dos viejos amigos se encontraron una tarde en el parque con sus hijos y se pusieron a hablar sobre la educación que ellos recibieron:
—Recuerdo —empezó a decir uno— que yo tuve a la madre más malvada de todas… Mientras otros niños comían dulces, nosotros teníamos que tomar cereales, huevos y leche; además, para tenernos controlados, tenía que saber dónde estábamos a todas horas y quiénes eran nuestros amigos… Aunque a mis hermanos y a mí nos avergonzaba reconocerlo, violaba la ley contra la explotación de menores y nos decía que había que ser solidarios y colaborar en casa ayudando a lavar los platos, tender la ropa, barrer, tirar la basura… Nos obligaba a decir siempre la verdad, a pedir las cosas por favor y a pedir perdón; es más, creo que cuando éramos adolescentes podía leer nuestra mente. Mientras mis amigos salían desde los 12 años, nosotros tuvimos que esperar a tener 16…
Se quedó unos segundos en silencio y concluyó:
—Por su culpa nos perdimos muchas experiencias callejeras, pero… Hemos aprendido a respetar a valorar y agradecer a nuestros padres. Hemos aprendido a colaborar en casa. Hemos estudiado y somos académicos y profesionales. A ninguno de los hermanos nos han pillado robando en un supermercado o estropeando la propiedad ajena, ni insultando a los profesores ni a los mayores, ni vamos borrachos al volante…Ahora somos adultos honestos y responsables e intentamos ser tan malos con nuestros hijos, como mi mamá lo fue con nosotros.

Por desgracia, hay hijos que no saben valorar ni agradecer y juzgan a su madre egoístamente, exigiéndole su tiempo y dedicación solo para sí, y sino, la acusan de maltrato y de no ser queridos…
Si nos paramos a pensar nos damos cuenta que la sociedad está conformada por la familia de consanguinidad: Bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos, hermanos, tíos, sobrinos, primos. Lo que es lo mismo; la familia progenie: esposa, esposo, nuera, yerno… pero, a través de las décadas y de los tiempos se pierden los genes, o no. 
El parentesco no hace a la persona, a la persona la conforma la humanidad, y ser humano es saber valorar y agradecer, y a los primeros que tenemos mucho que agradecer son a nuestros padres, y aquellos hijos, que porque sí, se enfrentan a sus padres exigiéndoles y reprochándoles, pasando por alto todo esfuerzo y dedicación para poder argumentar desatenciones inexistentes, esos hijos desagradecidos, son seres sin sentimientos. Son un trozo de carne con ojos que se queja por todo y que no vive en paz, y como consecuencia de su egoísmo y desvarío, vivirán errantes de su mala praxis y de su propia ignominia.

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