Érase una vez un joven que sentía que el mundo en el que vivía era decepcionante porque las personas actuaban con absoluto egoísmo y nadie se preocupaba por nadie. Un día, dando un paseo por la montaña, se sorprendió al ver a una pequeña liebre llevándole comida a un enorme tigre malherido. Le impresionó tanto que, a la mañana siguiente, regresó para ver si el comportamiento del animalito era casual o habitual. Comprobó que la escena se repetía y que la liebre dejaba un trozo de carne al lado del majestuoso felino, un gesto que se repitió hasta que el tigre se recuperó y pudo buscarse la comida por su cuenta.
«Si los animales son capaces de ayudarse de este modo, mucho más lo haremos las personas», pensó. Así que decidió hacer un experimento. Se tumbó en el suelo simulando estar herido y se puso a esperar a que pasara alguien y le ayudara o le preguntara que qué le sucedía. Pero no ocurrió nada y, al cabo de varios días, se incorporó muy decepcionado y sintiendo toda la tristeza del abandonado, la soledad del enfermo y la desesperación del hambriento. Entonces, en ese instante, oyó una voz interior que le decía:
«Si quieres encontrarte con tu prójimo, si quieres sentir que todo ha valido la pena y seguir creyendo en la humanidad, deja de hacer el tigre y comienza a ser la liebre».
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