Un día una mujer perdió al ser que más quería, su hijo. Rota de dolor, no comprendía porque Dios se había llevado a su hijo. Empujada por la ira fue a la iglesia a preguntarle el por qué.
—Yo te rezo y te venero, pero no me escuchas…
Ofuscada y cegada por el rencor tomó una decisión:
—No volveré a rezar, ni iré más a misa ni a la iglesia, ¿para qué? —se decía.
Un tiempo después todo parecía irle bien, pero ella no era feliz. Todos los días pasaba por delante de la iglesia, pero un día decidió entrar para hablar con la Virgen, quizás Ella la entendería porque también era madre.
Le rezó con devoción y le pidió que cuidara de su hijo. A partir de ese día, la mujer entraba con frecuencia a rezarle a la Virgen y siempre que tenía un problema, se lo contaba.
Pasados unos años, aunque se sentía mejor y la suerte la acompañaba, no conseguía ser feliz. Un buen día empezó a leer los Evangelios y aunque se sentía reconfortada, notaba una gran pena dentro de su alma. Se dirigió a la iglesia y se puso a los pies del Cristo. Con mucha humildad miró a Jesús crucificado y viéndolo cubierto de llagas sintió en su piel el sufrimiento de aquel cuerpo lacerado. Lloró de lástima y pena y mirando a la Virgen comprendió su dolor de madre.
En ese momento sintió fuego en su alma y como si su corazón se hubiera liberado de las ataduras que lo estaban ahogando, lloró y lloró amargamente recordando todos los años que llevaba viviendo en un sin vivir, porque tenía "rencor en el alma".
Entonces pensó, que por algún motivo especial Dios quiso llevarse a su hijo, aceptó la decisión del destino y con el alma en paz, le pidió perdón a Dios por su sinrazón. Un calorcito invadió su alma y su casa, y por fin recuperó el sosiego y la alegría de vivir.
También nosotros debemos revisarnos para ver si vamos por la vida con rencor en el alma.
No cargues con rencor, porque solo te harás daño a ti mismo. ¡Libérate!, aceptando y perdonando.
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