Un grupo de ranas iban paseando por el bosque cuando, de repente, dos de ellas cayeron en un profundo pozo. En ese momento, todas las ranas pensaron que no habría manera de salvar a sus compañeras y que allí habían acabado sus días. Por eso, desesperadas y angustiadas, no paraban de gritarles:
—¡No podréis salir de ahí! ¡Dejad de saltar, no tiene sentido!
Pero las pobres no hacían caso a esos gritos de desaliento que sólo conseguían minar sus cada vez más escasa fuerzas. De hecho, uno de los anfibios pronto se desanimó, paró de saltar y se ahogó. La otra rana no se dejó vencer y siguió salta que salta pese a los agoreros gritos de sus congéneres:
—¡No lograrás salir del pozo!
Finalmente, la rana salvó su vida. Pero fue gracias a que era sorda y pensó que las demás, con sus gestos y gritos la estaban animando a seguir esforzándose para salir del hoyo.
Es que una palabra de aliento puede sacar adelante a alguien que se encuentre desanimado, y una palabra destructiva puede desmoralizar hasta al más optimista.
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