Un hombre al que todos tenían en buena consideración fue culpado injustamente del asesinato de una mujer. El verdadero criminal era un hombre muy poderoso y había movido todos los hilos para buscar un cabeza de turco de su horrendo acto. El falso culpable fue llevado a juicio sin dilación y pocos confiaban en que fuese declarado inocente.
Tal era la influencia del poderoso asesino que hasta compró al juez, quien dispuso todo para mantener las apariencias de un juicio justo. Así, el magistrado dijo al encausado:
—Dejaremos en manos del Señor tu destino. Escribiremos en dos papeles las palabras «culpable» e «inocente». Tú escogerás uno y será Dios quien decida.
El mal juez había preparado una trampa: en ambos papeles escribió «culpable», de modo que nada importaría cual fuese la elección.
Llegado el momento de la verdad, el hombre ante el asombro de todos los que allí estaban presentes, cogió unos de los papeles y se lo tragó. Cuando el juez, indignado, le preguntó cómo sabrían el veredicto, respondió:
—Es muy sencillo, solo hay que leer el papel que queda para saber qué ponía el que me tragué.
Y es que, por más difícil que nos parezca una situación, siempre hay una salida.
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