Hay una vieja narración egipcia que nos cuenta de un monje muy santo que vivía en el desierto, ayunaba a menudo y había abrazado la más abnegada pobreza. Mucha gente de los alrededores lo tenía por santo, y se decía que era el hombre que estaba más cerca de Dios. Así parecía, puesto que este monje se pasaba mucho tiempo en serena contemplación y diálogo con Dios.
Un día llegó a oídos del monje lo que la gente decía de él, y picado por la curiosidad le preguntó a Dios:
—Dime, Señor ¿es cierto lo que la gente dice de mí, que soy el hombre más santo y el que está más cerca de Ti?
—¿De veras quieres saberlo? ¿Por qué estás tan interesado?— le preguntó Dios.
El monje le contestó:
—No es la vanidad la que me mueve a preguntarte esto, sino el deseo de aprender. Si hay alguien más santo que yo, debo ser su discípulo para saber acercarme más a Ti.
Dios entonces le dijo:
—Muy bien, baja por el sur del desierto al pueblo más cercano y pregunta por el carnicero del pueblo, él es el más santo.
El monje se sorprendió mucho con la respuesta de Dios, pues en aquella época los carniceros gozaban de muy mala fama, pero obediente hizo lo que el Señor le indicó.
Llegó al pueblo y pudo observar a sus anchas al carnicero y no encontró en él nada extraordinario. Al verlo incluso llegó a dudar, le pareció de bruscos modales, algo malhumorado y observó con preocupación, que a cada chica hermosa que llegaba a la carnicería, el carnicero la miraba de forma «no muy santa».
Cuando terminó de atender a la gente y se disponía a cerrar el negocio, el carnicero, sorprendido le preguntó que qué quería. El monje le contó lo que le había llevado a verlo y el carnicero quedó más sorprendido todavía.
—Mire, yo no dudo de su palabra pero me sorprende mucho que Dios le haya dicho eso, yo soy un gran pecador, aunque voy a la Iglesia no lo hago con la frecuencia con que debería. Pero en fin, mi casa es su casa.
Y le invitó a pasar y a comer con él, en tanto él entraba a una habitación en dónde un anciano acostado en un lecho recibió todo el cuidado del carnicero, que le dio de comer en la boca y lo arropó con cariño para que durmiera.
—Perdone mi indiscreción, —le dijo el monje al carnicero— ¿es su padre?
—No lo es —le respondió—. En realidad es una larga historia.
—¿Podría contármela?— le dijo el monje.
—A usted se la contaré pues sé que los monjes saben guardar secretos. Este hombre fue quien mató a mi padre. Cuando vino al pueblo mi primer impulso fue matarlo para vengarme, pero estaba viejo y enfermo y sentí pena por él. Luego recordé a mi padre, que siempre me enseñó a perdonar y en su nombre y memoria decidí tratarlo con amor, como hubiera tratado a mi padre, si aún viviera...
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