sábado, 12 de marzo de 2022

Aceptar la vida



La aceptación es la capacidad para asumir la vida, tal como es, eso significa aceptar la realidad, con situaciones agradables o desagradables, sin intentar cambiar o combatir aquello que no podemos controlar. Es un proceso de tolerancia y de adaptación, no de lucha. No queda otra, hay que aceptar la vida como viene. Hay que aceptar las situaciones y tomarlas como parte del viaje para descubrir el mensaje que esconde y sacarle el lado más provechoso. 

Acepta la vida tal como se presenta y siéntete en paz porque tú no puedes controlar lo que la circunda. Tú responsabilidad es tu vida, tú perteneces a tu vida, pero tú no eres dueño de tu vida. Estar abierto a la vida y a los demás requiere aceptar lo que surge sin resistirse. Esa actitud receptiva es esencial para saborear la riqueza del presente con el propósito de avanzar hacia el futuro.

La expresión "aceptar sin pensárselo dos veces", que parece a simple vista, una invitación a la inconsciencia, a dejarse llevar por la corriente sin calcular las consecuencias de ese gesto, también puede entenderse, sin embargo, como un acto de legítima defensa contra los excesos de la razón.

El que se lo piensa dos veces (un amor, un negocio, un viaje, una salida con los amigos, una frase o un verso) es posible que así se blinde contra la precipitación y los errores que se comenten por culpa de ella, una ventaja que no conviene desdeñar, pero el plus de prudencia que propone provoca que uno pierda muchas oportunidades maravillosas que no volverán a repetirse, dice el psicólogo Jesús Aguado.

Pensarse algo dos veces suele abocar, de hecho, en la no aceptación de un regalo o de una situación que nos hubiera hecho más ricos (en emociones, en sentimientos, en ideas, en proyectos) y más felices. La razón racional es miedosa y timorata por naturaleza, y por eso solo se siente a gusto en terreno conocido.

La intuición, la empatía o las simples ganas de abrir nuestra existencia a la alegría de compartir (modelos de razón irracional o poética o cordial o vital, como la han nombrado algunos filósofos) suelen ser, por el contrario, audaces y certeras, una fuente de dicha y de ensanchamiento de los límites subjetivos y objetivos, una luz que no acostumbra a dejarnos a oscuras sin avisar en medio de la nada.

Aceptar, por eso, es un verbo que se conjuga mejor de pronto, porque sí, de buenas a primeras, sin pararse a reflexionar, cogido por los pelos, al paso, sin permitir que se esfume en el aire o vendaval de un pensamiento, con los ojos cerrados y los brazos abiertos.

Vivir es aceptar la vida, decirle sí y tener confianza en las sombras y en las luces que arroja sobre nosotros. Aceptar la vida para que esta nos acepte a nosotros y para que, al hacerlo, esté atenta y dispuesta a pactar con nuestras propuestas, circunstancias y deseos. Aceptar, por tanto, la responsabilidad de estar vivos y hacer todo lo posible para disfrutar, aprender, compartir para cumplir como persona y ser felices contagiándonos unos a otros. 

Y es que vivir, en general, es un regalo. El problema es que, como no siempre el regalo está envuelto en papeles satinados de colores y atado con un lazo bien hecho, en ocasiones dan ganas de no abrirlo, de no aceptarlo, de devolvérselo al remitente (de pensárselo dos veces). Hay regalos, en efecto, que nos desconocen minuciosamente, que parecen hechos contra nosotros (una corbata a quien nunca la usa, un perfume de aroma incompatible con los gustos de uno, un libro alejado de nuestros intereses), pero incluso en esos casos lo importante no es eso que se regala sino el triple vínculo que se establece entre el que regala, el regalo y el que recibe el regalo.

Aceptar el regalo es, más allá de que se ajuste o no a nuestras necesidades, gustos o caprichos, aceptar estos vínculos y como consecuencia de esto, aceptar que ninguna vida lo es de verdad si no se desarrolla en relación, si en ella no hay muchos otros dispuestos a dar y a recibir.

Aceptar es, entonces, un acto de humanísima irreflexión, un gran sí a la vida y una asunción de los hilos que nos cosen a las otras personas. Es, además, un acto de humildad: porque el que acepta algo (una caja de bombones o unas disculpas, un error o un jersey, una invitación a cenar o un argumento, una crítica y un elogio o una cesta de frutas y una botella de vino), acepta también que no está completo, que el otro tiene algo que él no tiene, que necesita seguir recibiendo buenas cosas materiales e inmateriales para alcanzar su mejor versión; y porque el hecho de aceptar le enfrenta a uno a la radical menesterosidad de toda existencia, que no sería sino una mostrenca sombra en el mundo, no muy diferente de una piedra o de un trozo de madera, sin el alma comunitaria que la enciende y la conecta a los demás.

Aceptar es, sea lo que sea lo que uno acepte, aceptar al otro, aceptar la irrenunciable presencia del otro en el mismo corazón de lo que somos. El que acepta en este sentido, desde la humildad y la confianza en el prójimo, se reserva el derecho de admisión (el derecho de aceptación) de una manera distinta a como se entiende en bares y otros recintos: como invitación a dejar las puertas abiertas de par en par para que nadie se quede fuera, para convertirse uno en el punto de encuentro de lo diferente, de lo otro, incluso de lo que le niega o le perturba.

Aceptar es querer ser lo que se es, alcanzar la certeza de que uno también, es un regalo en sí mismo (un regalo para sí mismo y un regalo para los otros). Esto es lo más difícil de todo. Aceptar no sirve si antes uno no se acepta en plenitud, con ganas, también sin pensárselo dos veces. Aceptar lo que viene de fuera es incluso una triste trampa, una especie de crucigrama para matar el tiempo, si antes uno no acepta lo que es dentro de sí mismo.

El verbo aceptar, antes de viajar al lugar donde los demás nos esperan con sus ofrendas y sus posibilidades, requiere que uno bucee previamente en sus mares interiores, aprendérselos bien, estar orgulloso de ellos. Una tarea esta, por cierto, que no debemos nunca descuidar porque es para toda la vida y porque de ella depende, en última instancia, que podamos ser felices y hacer felices a los demás.

Vive cada momento en plenitud. El reconocimiento de que la realidad llega cuando tiene que llegar, que cada momento ocurre cuando tiene que ocurrir, eso hará que vivas con intensidad. Si aceptas cada momento que forma la realidad, si le dices “sí, te acepto”, serás total y pleno en lo que haces. Y esta actitud es la que determina el éxito y la felicidad en la vida. Al decir ‘sí’ a la vida tal como es permites que la paz inunde tu interior.

El decir “sí” a la realidad es manifestación de tu profundidad. Ya no dependes de las condiciones externas ni de los pensamientos tan cambiantes. Ya no necesitas que una situación o persona te haga feliz, porque la felicidad está en ti. En esa profundidad de tu ser estarás en paz.

Rendirse es liberarse. Esta actitud de aceptación de la realidad lleva a la rendición. Rendirse no es darse por vencido. Todo lo contrario. Rendirse a un momento es liberarse, es permitir que ese momento sea como realmente es. Es evitar que ese momento se transforme en la historia que te has creado a partir de él. Esa rendición que viene de la aceptación se logra cuando dejas de preguntar “¿Por qué me ha ocurrido esto a mí?” frente a cada acontecimiento que no te gusta. Acepta y ríndete. Si sientes negación en ti, niegas tu vida, niegas tu felicidad, niegas tu destino.

No necesitas entender todo ni investigar cada hecho, cada momento, cada acontecimiento para aceptarlo. Hay situaciones en la vida para las que no existen explicaciones satisfactorias. Frente a tantas situaciones imprevisibles, no habrá respuestas ni explicaciones válidas. No las busques. Solo acepta esos sucesos como parte de la realidad, sin juzgarlos, sin intentar entenderlos. Aunque necesitemos de un "¿por qué?", el desconocimiento es parte de la aceptación.

El mundo y los aconteceres giran a su manera y no pide permiso para hacerlo. Lo que ocurre, simplemente ocurre. Sin tu aprobación, sin la mía, sin la de nadie. Ese mundo es externo a ti, no eres tú. Es el mundo en el que vives, la gente que te rodea y sus circunstancias, si te resistes a él, generas conflictos.

Está claro que seguiremos experimentando emociones más o menos felices o infelices, pero se quedarán en la superficie de tu ser, porque lo que hagan o digan los demás, no es tu responsabilidad, aunque puede que te afecte. Por eso tienes que ser fuerte, fuerte con esa fuerza que emana de una conciencia tranquila, de una trayectoria basada en valores que es fuente de paz. La paz profunda e íntegra estará en tu interior, y permanecerá inmutable e imperturbable pase lo que pase en el exterior, porque tu vida obra en ti mismo el milagro.

El milagro es que cuando dejas de exigirte lo imposible, cada situación, persona, lugar o suceso se vuelve no solo satisfactorio, sino más armonioso, más pacífico. Echarkt Tolle, El silencio habla.

“Yo aprendí que no existe afuera nada que no venga de adentro… Adentro yo soy el camino, afuera tan solo soy el caminante”. 


Fotografía: Internet

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