Los nietos son como herencias: tú los
recibes en un orden natural, sin merecer. Sin haber hecho nada, de repente caen
del cielo… Sin tener que pasar por las penas de amor, sin los compromisos del
matrimonio, sin los dolores de la maternidad. Un nieto es realmente, sangre de
tu sangre; es un regalo que la vida pone en tus manos como bendición.
A pesar de los problemas que a veces
dan los hijos, un día crecen y se buscan la vida por sí solos; trabajan, encuentran
pareja, forman su nido de amor, hace frente a sus responsabilidades y te das
cuenta que de tus niños solo queda el recuerdo, y aceptas que ya son hombres y
mujeres que no dependen de ti.
Y entonces, un lindo día sin que te
impongan ninguna de las agonías de la gestación o del parto, la vida te coloca
en tus brazos un bebé. Completamente gratis y te embargan las emociones y te
trae a la memoria el momento que nacieron tus hijos y viajas en los recuerdos
por todas las etapas del crecimiento hasta el momento que te convierten en
abuelos.
Sin dolores, sin llantos, aquel
niñito por el cual morías de amor, símbolo de tu juventud, se te hace presente
en un nietito y la vida te da derecho a amarlo con toda tu alma.
Tengo la seguridad de que la vida nos
da nietos para compensarnos de todas las pérdidas que acompañan a la vejez. Son
amores nuevos, profundos y felices que vienen a ocupar el lugar vacío de los
hijos-adultos que dejan la casa sin risas y juegos de niños. Los nietos vienen para
que no seamos engullidos por las nostalgias, para llenarnos de alegría y esa
nueva sabia revitaliza las raíces que empiezan a perder frescura.
Y cuando tú abrazas aquel ángel caído de cielo, aún dormido abre un ojo y te dice: ¡Abu! Tu corazón estalla de felicidad, como pan en el horno.
La dicha de ser padres trae consigo la dicha de ser abuelos…
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