Érase una vez un rey apuesto y ejemplar en su comportamiento que muchas cortesanas del lugar querían conquistar, pero él sólo las veía como seres ambiciosos y frívolos. Un día, anunció que había llegado el momento de escoger a su consorte y que la que le trajese el tesoro más valioso se convertiría en su esposa y reina de todos sus súbditos.
Los salones de palacio empezaron a llenarse de ricos objetos de oro y plata, enormes piedras preciosas engarzadas en joyas incomparables, finas porcelanas jamás vistas…
Ninguno de esos presentes llamaron la atención del monarca, pero, de pronto llegó ante él una humilde muchacha con las manos vacías.
—Mi señor, no dispongo de riquezas, lo único que puedo ofreceros es mi tiempo. Tiempo para amaros, para escucharos y respetaros. Tiempo para estar junto a vos en los buenos momentos y en los malos —dijo la joven.
Estas palabras conmovieron tanto al rey, que decidió casarse con la muchacha. Y para anunciarlo, dijo:
—Todas intentaron deslumbrarme con bienes materiales que el dinero puede comprar. Pero sólo esta joven supo ofrecerme el bien más simple y preciado: su propio tiempo.
Por eso, no lo dudemos ni un instante y regalemos nuestro tiempo a quienes más queremos...
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