Cuando el maestro Bankei celebraba su semana de meditación, muchos alumnos de todo Japón acudían. Durante una de esas semanas, un alumno fue sorprendido robando. El maestro fue informado del asunto con la petición de que el alumno debía de ser expulsado, pero el maestro lo ignoró.
Por segunda vez sorprendieron al mismo alumno robando y de nuevo lo llevaron ante el maestro, quién volvió a dejarlo pasar por alto. Esto enfadó mucho al resto de alumnos que firmaron una petición para que el ladrón fuera castigado con la expulsión. Si el maestro no lo hacía, amenazaban con irse todos en bloque.
Cuando el maestro leyó la petición llamo a todos los alumnos delante suya:
—Sois alumnos inteligentes —les dijo—. Sabéis lo que está bien y lo que está mal. Podéis ir a otro sitio a estudiar si así lo deseáis. Pero este pobre alumno mío ni siquiera distingue el bien del mal. Si yo no le enseño ¿quién lo hará? Voy a dejarle permanecer aquí aunque todos los demás os marchéis.
Un torrente de lágrimas brotó de los ojos del alumno que había robado; todo deseo de volver hacerlo había desaparecido.
Sólo cuando tomamos conciencia de nuestros errores, podemos rectificar.
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