viernes, 30 de diciembre de 2022

La presencia ausente

 


Fue el filósofo francés, Gabriel Marcel quien acuñó la distinción entre presencia y ausencia. Sólo la persona que ha estado realmente presente en mi vida, se convierte en ausencia cuando muere. Sólo el ser humano que forma parte de mi círculo afectivo, de mi pequeño universo relacional, puede considerarse una presencia. Los demás, los que están ahí fuera, los que pasean por calles y plazas, arriba y abajo, son seres ajenos a mi vida como yo lo soy a las suyas. No se percatarán de mi ausencia, como yo tampoco les voy a echar de menos cuando no estén, porque no sé quiénes son, ni lo que sienten. Forman parte de ese conglomerado amorfo que José Ortega y Gasset bautizó como la gente.

Y cómo aprender a vivir con la ausencia de un ser querido... La soledad adviene cuando muere un ser amado, cuando la presencia se volatiliza y la ausencia, como una intrusa penetra en nuestro hogar. Quien no ha sentido el calor de una presencia no tiene la menor idea de lo que es la experiencia de la ausencia. Conoce bien esta experiencia una viuda, unos hijos cuando regresan a la casa vacía. Todo el habitáculo grita la ausencia. Todos los objetos evocan la presencia del ausente, especialmente los que forman parte de su pequeño cosmos: el cepillo de dientes, las zapatillas, la taza del café, el sillón donde se sentaba. Todos esos objetos adoptan un valor simbólico y remiten al ausente. Lo hacen sin chillar a través de un silencio que hiere profundamente el alma.

Cuando muere un ser querido se experimenta por primera vez, la ausencia. La ausencia no es la pérdida, es un vacío que nada ni nadie puede ocupar, porque cada ser humano es único e irrepetible, por eso crea un hueco que ninguna otra persona puede restablecer. Se puede sustituir su rol, su función en la sociedad, pero su modo de ser único es imposible de resarcir. Sería un error intentar llenar ese hueco con otro ser humano, porque sería utilizarlo como un instrumento. Como dice Søren Kierkegaard "cada ser humano es único y en eso radica su belleza".

Las personas no se pierden. Se pierde el tiempo, se pierden los objetos, se pierde una oportunidad, pero las personas están presentes o ausentes. Nos perdemos por una ciudad, por la montaña cuando la niebla es muy espesa, pero la ausencia es mucho más grave que la pérdida, porque abre un vacío abismal. Lo que queda después de la ausencia de un ser querido es un arduo aprendizaje; el de vivir con la ausencia, que en ocasiones es más difícil que soportar determinadas presencias cotidianas.

La presencia es luz, lenguaje, irradiación de vida. La ausencia es incomunicación, silencio y oscuridad. Cuando uno experimenta en sus propias carnes la ausencia de un ser amado, cuenta con una facultad del alma que le permite recrearla mentalmente: la memoria. Gracias a ella, hilvanamos recuerdos y episodios de vida compartida y de este modo, la imagen se mantiene viva en nuestro interior. Sonreímos, lloramos, experimentamos impotencia, rabia, porque querríamos transformar esa ausencia en presencia, pero no somos capaces de hacerlo.

La ausencia de un ser querido puede empañar la vida y convertir a los presentes en ausentes. Ahí está la auténtica lucha. Los presentes están ahí para vivir, para celebrar el don de la vida, para gozar juntos de la existencia. La memoria de los ausentes es un deber moral, pero también lo es gozar con los presentes del tiempo que nos ha sido dado. Los ausentes ya no están, pero desean que vivamos plenamente el fragmento de Historia Universal que no ha sido entregado, que seamos fuente de vida y de luz, y no de discordia. La ausencia de un ser amado es la gran ocasión para descubrir que no estamos ausentes, "que vivir no es vegetar esperando la muerte", como advertía Gabriel Marcel, sino gozar del valor de cada instante, de cada presencia, de cada ser humano que nos circunda. El filósofo y teólogo Francesc Torralba, explica muy bien la presencia de los ausentes, pero, después de la ausencia, aunque trates de vivir cada instante ya nada será igual para la persona que siente el peso de la ausencia. 

Quien no ama al ser presente no notará su ausencia. No hay palabras para explicar la ausencia presente. La vida tiene esa parte desgarradora, que de ahora para después el ser presente se torna ausencia y hasta que no te toca, no sabes de la insufrible ausencia. Vivirlo en carne propia es desgarrador; primero se fue mi padre y a los diez años mi madre, pasan los años y la usencia presente está viva en los lugares que habitaron y en los vivencias latentes. La ausencia de mi madre y de mi padre está presente en mi vida, pero me duele el vacío de la estancia, me duele el silencio de su voz, me duele porque la ausencia afecta a todo el espacio vital que yo compartí con ellos.

A los seres queridos no hay día que no los recuerdes y los eches en falta, pero en los aniversarios de su nacimiento y fallecimiento la ausencia duele y entristece mucho más. La muerte forma parte de la vida, pero a la vida la hiere la muerte. Cada persona con sus padres, hermanos, abuelos son como un racimo, conectados por vínculo y sangre, y cuando uno se ausenta, quedará su espacio vacío, aunque su raíz y su huella seguirá por siempre en el racimo, pero no su presencia, y la falta de esa presencia íntima, causa una alteración sustantiva en la vida de los que le amaron. Ya nada será como antes, tampoco yo seré nunca jamás la de antes, porque algo de mí se llevan…

Y ¿por qué hablo hoy de ausencia? Porque hoy es el cumpleaños de mi madre, cumpliría noventa y nueve años, y aunque siempre está presente en mi alma, en los aniversarios la ausencia me desgarra, pero a través de la añoranza torna su presencia viva y cierro mis ojos para sentir su calor, oír su voz, ver su sonrisa y su mirada alegre... La ausencia no ha podido borrar la presencia de su ser en mi ser.

Está claro que en el cielo no se cumplen años porque en el cielo no existe el tiempo; el cielo es eternidad junto a Dios, pero en la tierra seguimos midiendo el tiempo y cumpliendo años... Mamá, sé que ahí no cumples años, ahí vives feliz junto a papá y a tu niña Nuria y demás familia, y la gran inmensidad de gente que han sido buena y han llegado al cielo.

Mamá, sabes que soy yo la que me felicito por tenerte como madre y estoy muy orgullosa de ti, y aunque lo sabes, quiero gritar que te quiero y darte las gracias por ser mi madre, por tus enseñanzas, por tu ejemplo, por las vivencias compartidas y por tantos buenos recuerdos.

¡Ay, mamá! Quién pudiera verte y abrazarte, aunque solo fuera unos segundos… Pero me queda la esperanza de que, al terminar mi recorrido y ya va avanzado, podamos abrazarnos todos de nuevo.

¡Hasta pronto! ¡Te quiero mamá! Siempre en mi corazón.

 

Fotografía: Internet

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