Hablando sobre la necesidad de orar y cómo orar, Anselm Grün, decía que:
Para encontrar a Dios, tendré primero encontrarme a mí mismo. Deberé estar primero conmigo. Y normalmente, no lo hago. Pues si me observo, descubriré que mis pensamientos van, vienen, que estoy en cualquier otro lugar con mis pensamientos, menos conmigo. Si no tengo contacto conmigo, los pensamientos me sacan de mí y me llevan a otra parte. No soy yo quien piensa, sino que algo piensa en mí, los pensamientos se independizan, recubren mi yo propiamente dicho pero no estoy en mí.
El primer acto de esta oración es que entro en contacto, por primera vez, conmigo mismo. Es lo que nos enseñaron los Padres de la Iglesia y los primeros monjes. Por ejemplo, Cipriano de Cartago decía:
¿Cómo puedes pedirle a Dios que te escuche si tú no te escuchas a ti mismo? Quieres que Dios piense en ti, y ni tú piensas en ti... Si tú mismo no estás contigo, ¿cómo quieres que Dios esté contigo? Si no habito en mi casa, Dios tampoco podría encontrarme si viniera a mí.
Escucharme significa escuchar mi verdadera esencia, entrar en contacto conmigo, pero también quiere decir escuchar mis sentimientos y necesidades, escuchar lo que se mueve en mí.
La oración no es una huida piadosa de mí mismo, es, antes que nada, un encuentro sincero de amor y entrega. Así, dice Evagrio Póntico:
¿Quieres conocer a Dios? ¡Conócete primero a ti mismo!
No se trata de hacer psicología de la fe, sino de una premisa necesaria de la oración.
Si huyo con palabras o sentimientos piadosos, la oración no me conducirá a Dios, sino que me llevará por vastas zonas de mi fantasía. Debo primero escuchar sinceramente lo que hay dentro de mí.
En el encuentro con Dios debo encontrarme a mí mismo. En este sentido, no podemos decir qué sucede primero: si el encuentro con nosotros mismos como premisa para el encuentro con Dios o el encuentro con Dios como premisa para el encuentro con nosotros mismos; ambos se condicionan mutuamente y se profundizan entre sí.
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