Un hombre fue contratado para pintar una lancha en una playa. Comenzó a colorearla de rojo brillante, como le habían pedido. Mientras lo hacía, vio que había un agujero en el fondo de la embarcación y lo reparó.
Por la tarde, al terminar su trabajo, cobró y se fue.
Al cabo de dos días, el propietario de la lancha fue a buscar al pintor y le entregó un cheque. Éste, muy sorprendido, exclamó:
—Señor, ¡pero si usted ya me pagó por pintarle la lacha!
—Mi querido amigo, déjeme explicarle –expuso el hombre–. Cuando le pedí que la pintara, olvidé decirle que había un orificio en el fondo. Ayer, mis hijos subieron y fueron de pesca. Yo no estaba en casa en aquel momento, pero me enteré de que habían salido con la embarcación y me desesperé, pues recordé lo del agujero. Imagine mi alivio y alegría cuando los vi retornando sanos y salvos. Entonces, examiné el barco y vi que lo había reparado. ¿Se da cuenta de que salvó la vida de mis hijos? Sólo le pedí que pintara, pero, afortunadamente, fue más allá de lo que se le dijo y arregló el agujero. Así que, por favor, acepte este cheque, no hay dinero suficiente para pagarle por su buena acción.
Esta historia nos muestra que no hay que limitarnos sólo a lo que esperan de nosotros, hay que dar siempre lo mejor de uno mismo.
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