Un Misionero que prestaba sus servicios en un lugar remoto, hacía largos recorrido para visitar a todos los habitantes del basto lugar. Con valentía se enfrentaba a las dificultades de rutas inaccesibles por donde se encontraba alimañas de todas clases.
Por unas Navidades decidió visitar a una comunidad indígena para agasajarlos con víveres, juguetes y asistencia médica. Viendo que él solo no podía cargar con todo, invitó a los miembros de su congregación que quisieran acompañarlo. El día señalado había un buen grupo dispuesto a colaborar, y la experiencia resultó altamente satisfactoria para todos. Una vez terminada la tarea se sentaron a descansar, para luego emprender el regreso, el Misionero decía a sus compañeros:
—¡Cuánta alegría! Observar los rostros emocionados de los niños jugando con los juguetes. Mirar a las mujeres agradecidas con las bolsas de alimentos y ropa. Es emocionante ver las caras de satisfacción de todos y los gestos de agradecimiento, por los regalos y por las atenciones recibidas. ¡Verdaderamente, este es un momento único!
Todo el grupo regresó con una fuerte sensación de satisfacción y felicidad, por hacer felices a la gente con la generosidad y el calor humano. Tras la experiencia, el Misionero se sentía feliz y recapacitaba en voz alta sobre el valor del dinero, siempre que sirva para hacer felices a los demás:
—El dinero no es malo. La cuestión es para qué quieres usarlo. Si decides usarlo de manera egoísta, te aseguro que entrarás en una espiral interminable de insatisfacción. Es decir, nunca serás plenamente feliz porque sentirás que siempre te falta algo. En cambio, si decides usar el dinero de manera generosa, entonces, harás que otros alaben al Señor a causa de tu bondad y eso te dará grandes satisfacciones. No hay mayor alegría que poder dar y ver la alegría en el rostro del que recibe.
Tiene toda la razón… Que Dios nos ayude a ser generosos.
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