En un bosque cercano a la ciudad vivían dos vagabundos. Uno de ellos era cojo y el otro ciego, pero, en lugar de ayudarse entre ellos, siempre se peleaban por la mejor esquina para pedir limosna a los transeúntes.
Pero una noche muy ventosa el bosque ardió y las chozas en las que vivían fueron pasto de las llamas. Perdieron lo poco que tenían y ya sólo les quedaba por salvar sus vidas. Sin embargo, tenían serias dificultades para valerse por sí mismos en ese difícil trance. El cojo veía claro que aún había posibilidad de huir aunque el fuego era tan devastador que en unos minutos les habría cercado impidiéndoles la escapada. El problema es que él no podía salir corriendo por sus dificultades de movilidad. El ciego, por su parte, disponía de dos buenas piernas para librarse, pero no podía ver por dónde tirar.
En un trance como éste, en el que el final más seguro era la muerte, se dieron cuenta de que se necesitaban. El ciego cargó con el cojo a cuestas y funcionaron como un solo hombre. Uno corrió y el otro le marcó el camino. Así pudieron salvar sus vidas y así empezó una larga amistad. Este hecho es un claro ejemplo de que en algún momento de nuestra vida nos necesitamos los unos a los otros, pero muchas veces nos empeñamos en dificultar las relaciones que nos impiden estar cerca para echar una mano en momentos de apuros. Hay personas que por envidia o por lo que sea, se las ingenia para envenenar las relaciones. Está claro que las rencillas es el peor obstáculo para que fluyan las sanas relaciones. Si no hay sinceridad y verdad, no pueden existir sanas relaciones.
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