A veces, una frase corta tiene la explicación a un gran dilema, por ejemplo: «Entre más conozco al hombre más quiero a mi perro». Verdaderamente, hay veces que te dices que cómo una persona puede tratar mal a sus padres, hermanos o pareja, si son quienes te ayudan, te apoyan y te quieren. Si aguantan es porque te quieren, con la esperanza de que un día caigas en la cuenta de tu mal carácter y del mal trato. Morder la mano que te da de comer, no es lo apropiado cuando se te está proporcionando acomodo y bienestar.
El buen trato significa ser amable con los demás, tal como nos gustaría que los demás lo fueran con nosotros; hay que ser corresponsables y solidarios con quienes compartimos la vida. Cada uno tiene cualidades y defectos, pero no se puede cargar los defectos de uno a los demás y, por ello, hacerles la vida imposible. Los psicólogos tienen algunas claves a este tipo de comportamiento.
¿Por qué tratamos peor a los que sabemos que nos quieren? El mal trato refleja baja autoestima y odio a sí mismo. Este hábito de maltratar al otro está muy difundido, porque lo que caracteriza a los tiempos modernos es la intolerancia, la impaciencia, el apuro, el perfeccionismo y las exigencias. El vocabulario vulgar, con insultos gratuitos en todas las frases, expresa estar de vuelta de todas las cosas; virtudes que no tienen pero que fingen tener adoptando malas palabras como comodines a falta de vocabulario digno.
Estos comportamientos tan frecuentes y en apariencia contradictorios han quedado descrito en la sabiduría popular con dos frases: «Quien bien te quiere te hará llorar» o «La confianza da asco». Lo cierto es que cuando uno está en medio del fragor de la batalla dispara contra todos, pero parece cebarse justamente en esas personas que te lo van a perdonar todo o con las que ya no tienes que quedar bien porque siempre, o eso nos parece, van a estar ahí para nosotros. Y aunque a esta conducta sigan sentimientos de culpa de variada intensidad, probablemente volveremos a repetir el mismo error una y otra vez porque ya se ha convertido en un patrón de comportamiento que, por un lado, nos libera de la ira, pero por otro nos hace sentir mal porque estamos cometiendo una injusticia.
¿Y por qué lo hacemos? Algunos psicólogos opinan que una persona emocionalmente sana o con suficiente autoestima no debería tener esta conducta. Tendría que tener otros recursos para sacar su rabia sin machacar a nadie, mucho menos a sus padres y a ningún ser querido. Según estas teorías, una solución para romper este patrón de comportamiento sería reforzar el amor propio y reconocer que las conductas negativas hacia las personas queridas son una manifestación del odio que uno siente hacia sí mismo y que lo hace ser cruel con personas importantes y queridas. Este modus operandi puede venir escrito en el ADN, pero también se aprenden en la familia y se transmite de generación en generación.
Cuando algo no nos ha salido bien nos tranquiliza identificar un culpable que nos haga sentir menos responsable de nuestros errores. No importa que esa persona a que atacamos no tenga nada que ver con el asunto. Se puede ser muy manipulador y darle la vuelta a la tortilla tantas veces como sea preciso para justificar el impulso de atacar a los demás. Lo más fácil es quien está más cerca, si además damos por sentado su amor y su lealtad ni siquiera tendremos temor a que nos abandone en nuestro delirio. Creemos que esa persona siempre estará ahí y sobre todo, siempre estará dispuesta a perdonar.
Toda la rabia que no hemos sido capaces de exteriorizar donde debíamos —es decir en el sitio o con la persona con la que hemos tenido el conflicto— acaba en la persona equivocada. «Es la única que nos aguanta», se dice muchas veces. Pero es injusto, y además no va a solucionar el problema, solo creará un nuevo malestar y un nuevo conflicto, y la convivencia se resiente. Sin embargo, cuando estamos bien no tenemos necesidad de buscar un motivo para discutir ni de buscar culpables. Dar a una persona por sentada, que lo aguanta todo sin pedir explicaciones, es un sentimiento peligroso porque te hace pensar que del otro lado no hay una persona digna, con necesidades emocionales, capaz de aguantar todos los chaparrones que caigan. El exceso de seguridad y confianza explica que tengamos más cuidado en cómo le decimos las cosas a aquellos que nos rodean, compañero de trabajo, pareja o a nuestros padres.
¿Qué hacer? Lo ideal es tener un momento de reflexión con uno mismo. Identificar la parte de responsabilidad que tenemos en lo que ha sucedido y asumirla. Después de tener esta parte clara, lo siguiente es descargar nuestra ira de una manera productiva. Quizás dando un largo paseo antes de volver a casa, y si necesitas descargar, ahora triunfan las clases de boxeo en los gimnasios porque son muy buenas para expulsar la tensión y la agresividad que tienen algunos acumulada. A estas alturas cada quien se debe conocer lo suficiente para saber qué le puede funcionar mejor para no contaminar su vida privada con problemas externos y sobre todo, para no convertir la casa en un infierno abusando de los sentimientos de las personas que le quiere bien.
Hay a quienes la educación nos le cambia su naturaleza… Con ciertas actitudes te dan ganas de llorar. Llorar no es de débiles, nacimos llorando. Llorar es aspirar aire fresco para sacar lo que nos duele y seguir hacia adelante. El mundo está lleno de gente que quiere recoger frutos de árboles que nunca sembraron, y que odian a todas las rosas porque una le pinchó. Nunca te arrepientas de dar todo por alguien. Aunque no lo valoren, el día de mañana tú tendrás para seguir dando, sin embargo, ese alguien te recordará siempre que le fallen. Hay que intentar ser felices. ¿Sabes por qué soy feliz? Porque yo no apago la luz de nadie para encender la mía. Simplemente, trato de conseguir mis sueños sin lastimar a nadie.
Fotografía: See1,Do1,Teach1, cc. Desaturada de la original.
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