Un maestro le explicaba a su alumno más aplicado cuál es el origen de las perlas:
—Son uno de los objetos más bellos de la naturaleza pero, paradójicamente, son fruto del dolor, de la herida causada en su interior por la entrada de una sustancia extraña. Sólo hace falta que un diminuto grano de arena se introduzca en la concha para que las células del nácar que las recubre por dentro comiencen a hacer su lento trabajo cubriendo, capa tras capa, el cuerpo invasor para proteger la parte indefensa de la ostra. El resultado de esa «herida cicatrizada» será la perla. A los humanos nos sucede algo muy parecido —continuó el profesor ante la cara de extrañeza de su alumno—. Hay gente que puede decirnos palabras ofensivas. En otras ocasiones, nos acusarán de haber dicho cosas que jamás salieron de nuestra boca. Incluso podemos ser objeto de otra forma de rechazo, la indiferencia. Todo eso son heridas que nos producirán mucho dolor.
—¿Y qué debemos hacer nosotros para protegernos? —le preguntó el muchacho.
A lo que el sabio maestro respondió:
—Lo que debes hacer es fabricar tu propia perla. Cubriendo cada una de tus heridas de amor, perdonando y comprendiendo transformarás ese dolor en algo muy valioso.
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