A la muerte de su maestro, Ba se convirtió en monje peregrino, lo cual significa que no debía pasar más de una sola noche en un mismo lugar. Estuvo peregrinando, sin morada fija hasta llegar al monte Heng, en la provincia de Hunan al sur del gran río Yangtsé.
Cerca de un monasterio solitario, en una roca que le pareció muy a propósito, se hizo una cabaña de ramas y empezó a dedicarse al zazen día y noche, inmóvil como un yogui de la india.
Al otro lado de la misma montaña de Heng vivía Nangaku, discípulo de Eno, el sexto patriarca Zen, desde hacía catorce años. En sus paseos Nangaku se había fijado varias veces en aquel monje inmóvil, haciendo zazen a todas horas, y un día se paró y le dijo:
—¿Qué haces tú ahí?
—Hago zazen —contestó Ba.
—¿Qué quieres conseguir con eso? —preguntó Nangaku.
Como iluinado le contestó:
—Quiero llegar a ser un Buda.
Nangaku no dijo nada. Fue a recoger una teja caída del monasterio y empezó a frotarla en una piedra.
Ba sin comprender lo que hacía le dijo:
—Pero ¿qué haces?
—Estoy frotando una teja en una piedra.
—¿Para qué? —preguntó Ba.
—Para convertirla en un espejo.
Ba se echó a reír y Nangaku le dijo entonces:
—Pues igual de inútil es tu actitud. De nada te vale a ti pasar el día sentado y pretender convertirte en Buda.
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