La avaricia es de naturaleza tan ruin y perversa que nunca
consigue calmar su afán: después de comer tienen más hambre. Dante Alighieri.
La avaricia es lo contrario a la generosidad. La avaricia es
el afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas. La avaricia
es el deseo incontrolable y desordenado por acumular bienes, riquezas u objetos
de valor, más allá de las necesidades mínimas de la supervivencia, con la única
intención de atesorarlos para uno mismo. Se considera, por lo tanto, una forma
de egoísmo, más o menos equivalente a la codicia.
Es posible comprender la avaricia desde una perspectiva
secular y psicológica, o también desde una mirada religiosa y cultural, pero en
ambos casos el término posee una connotación negativa vinculada al deseo insaciable
por tener, algo que estaba ya presente en su origen, dado que proviene del
latín avere, “desear” o “ansiar”.
De hecho, para la psicología, la avaricia es la incapacidad
para controlar o poner coto a la formulación de deseos, a pesar de que las
necesidades de base que los motivan se encuentren ya satisfechas. Este tipo de
conductas conducen al acaparamiento y a la acumulación, presentes en trastornos
psicológicos como la disposofobia (síndrome de acumulación compulsiva) o el
trastorno obsesivo-compulsivo (síndrome de Diógenes).
En cambio, desde una perspectiva moral, la avaricia se
entiende como un egoísmo desmedido y un como una falta capaz de engendrar otros
males, como la deslealtad, la traición por beneficio personal, la corrupción e
incluso acciones legalmente condenadas como el robo, la estafa y el asalto.
El catolicismo, por ejemplo, la comprende como un vicio
capital contrario a la virtud de la generosidad, y muy cercano al pecado mortal
de la codicia. Los budistas, por su parte, la entienden como un vínculo
equivocado entre lo material y la felicidad.
En la tradición occidental, se ha representado a menudo la
avaricia con la imagen de un lobo hambriento o una mujer que se aparta del
cuerno de la abundancia. En el imaginario bíblico se la representa bajo el
nombre de mammón, una palabra aramea que significaba “riqueza”, y se la asoció
al rey Midas de la mitología griega, cuyo toque lo volvía todo oro.
En el imaginario moderno, en cambio, se asoció la avaricia con la idea del prestamista (a menudo de ascendencia judía, por lo que era usual entre las acusaciones antisemitas), del usurero, y más adelante del magnate o el multimillonario, cuyo único amor reside en el dinero, como el personaje Ebenezer Scrooge del Cuento de navidad (1843) de Charles Dickens (1812-1870).
En la tierra hay suficiente para satisfacer las necesidades
de todos, pero no tanto para satisfacer la avaricia de algunos. Mahatma Gandhi.
La avaricia rompe el saco y se puede manifestar en muchas
formas muy diferentes, porque tienen en común el deseo desmedido e irrefrenable
de acumular bienes o posesiones, pero les duele tanto gastarlo que viven miserablemente.
La avaricia y la codicia son conceptos muy similares, ya que
ambos tienen que ver con el deseo y la ambición desmedidos. Sin embargo, no son
nociones intercambiables: mientras que la avaricia tiene que ver con el afán
por acumular y preservar lo acumulado, la codicia en cambio se entiende como
una forma de ambición irrefrenable.
Es decir, la codicia es un deseo de riquezas exagerado e
imposible de satisfacer, que nada tiene que ver con el sustento o con las
necesidades básicas de un individuo. En otras palabras, la codicia es el amor a
la riqueza por la riqueza misma.
A diferencia de la avaricia, tenida en el credo católico por
un vicio –aunque uno grave–, la codicia constituye un pecado capital o pecado
mortal, es decir, uno de los pecados más graves que contempla la moral
cristiana. Sin embargo, esa distinción entre avaricia y codicia a menudo es pasada
por alto.
Aparte de la avaricia o codicia, los siete pecados capitales
de la doctrina católica son:
La soberbia, entendida como el creerse más que los demás, o
sea, un amor desmedido por uno mismo. Este se considera el más grave de los
pecados capitales, al ser el original o el que engendra a todos los demás.
La ira, descrita como un sentimiento incontrolable de rabia o
enfado, a menudo conducente al odio y a la intolerancia.
La envidia, comprendida como el deseo irrefrenable y malsano
por lo que otros tienen y a uno le hace falta, sea algo físico, mental,
emocional o de cualquier otra índole. Los envidiosos, al carecer de lo que otro
tiene, se alegran en caso de que este lo pierda, festejando la desgracia del
prójimo como un triunfo propio, y llegando en ocasiones a provocarla con su propia
mano, y en lo personal, levantará falsos testimonios y mentiras para desprestigiar
sus buenas acciones y presentarlas a semejanza de su maldad.
La lujuria, entendida como un deseo carnal irrefrenable e
imposible de satisfacer, es decir, un deseo sexual o erótico indetenible y que
no respeta límites, ni obedece a la conciencia. Según lo descrito por Dante
Alighieri (1265-1321) en su Divina comedia (escrita entre 1304 y 1321), los
lujuriosos aman tanto a otras personas que ponen a Dios en segundo lugar.
La gula, identificada con el consumo en exceso de alimentos y
bebidas, sin tener relación con la satisfacción del hambre y la sed. Este es el
pecado de los bebedores, los glotones y también los drogadictos.
La pereza, comprendida como la incapacidad para hacerse cargo
de la propia existencia, es decir, como el descuido de las obligaciones y
responsabilidades sin importar las consecuencias, la desconsideración y también
la flojera.
Fotografía: Internet
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