sábado, 3 de febrero de 2024

La avaricia

 


La avaricia es de naturaleza tan ruin y perversa que nunca consigue calmar su afán: después de comer tienen más hambre. Dante Alighieri.

La avaricia es lo contrario a la generosidad. La avaricia es el afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas. La avaricia es el deseo incontrolable y desordenado por acumular bienes, riquezas u objetos de valor, más allá de las necesidades mínimas de la supervivencia, con la única intención de atesorarlos para uno mismo. Se considera, por lo tanto, una forma de egoísmo, más o menos equivalente a la codicia.

Es posible comprender la avaricia desde una perspectiva secular y psicológica, o también desde una mirada religiosa y cultural, pero en ambos casos el término posee una connotación negativa vinculada al deseo insaciable por tener, algo que estaba ya presente en su origen, dado que proviene del latín avere, “desear” o “ansiar”.

De hecho, para la psicología, la avaricia es la incapacidad para controlar o poner coto a la formulación de deseos, a pesar de que las necesidades de base que los motivan se encuentren ya satisfechas. Este tipo de conductas conducen al acaparamiento y a la acumulación, presentes en trastornos psicológicos como la disposofobia (síndrome de acumulación compulsiva) o el trastorno obsesivo-compulsivo (síndrome de Diógenes).

En cambio, desde una perspectiva moral, la avaricia se entiende como un egoísmo desmedido y un como una falta capaz de engendrar otros males, como la deslealtad, la traición por beneficio personal, la corrupción e incluso acciones legalmente condenadas como el robo, la estafa y el asalto.

El catolicismo, por ejemplo, la comprende como un vicio capital contrario a la virtud de la generosidad, y muy cercano al pecado mortal de la codicia. Los budistas, por su parte, la entienden como un vínculo equivocado entre lo material y la felicidad.

En la tradición occidental, se ha representado a menudo la avaricia con la imagen de un lobo hambriento o una mujer que se aparta del cuerno de la abundancia. En el imaginario bíblico se la representa bajo el nombre de mammón, una palabra aramea que significaba “riqueza”, y se la asoció al rey Midas de la mitología griega, cuyo toque lo volvía todo oro.

En el imaginario moderno, en cambio, se asoció la avaricia con la idea del prestamista (a menudo de ascendencia judía, por lo que era usual entre las acusaciones antisemitas), del usurero, y más adelante del magnate o el multimillonario, cuyo único amor reside en el dinero, como el personaje Ebenezer Scrooge del Cuento de navidad (1843) de Charles Dickens (1812-1870).

En la tierra hay suficiente para satisfacer las necesidades de todos, pero no tanto para satisfacer la avaricia de algunos. Mahatma Gandhi.

La avaricia rompe el saco y se puede manifestar en muchas formas muy diferentes, porque tienen en común el deseo desmedido e irrefrenable de acumular bienes o posesiones, pero les duele tanto gastarlo que viven miserablemente.

La avaricia y la codicia son conceptos muy similares, ya que ambos tienen que ver con el deseo y la ambición desmedidos. Sin embargo, no son nociones intercambiables: mientras que la avaricia tiene que ver con el afán por acumular y preservar lo acumulado, la codicia en cambio se entiende como una forma de ambición irrefrenable.

Es decir, la codicia es un deseo de riquezas exagerado e imposible de satisfacer, que nada tiene que ver con el sustento o con las necesidades básicas de un individuo. En otras palabras, la codicia es el amor a la riqueza por la riqueza misma.

A diferencia de la avaricia, tenida en el credo católico por un vicio –aunque uno grave–, la codicia constituye un pecado capital o pecado mortal, es decir, uno de los pecados más graves que contempla la moral cristiana. Sin embargo, esa distinción entre avaricia y codicia a menudo es pasada por alto.

Aparte de la avaricia o codicia, los siete pecados capitales de la doctrina católica son:

La soberbia, entendida como el creerse más que los demás, o sea, un amor desmedido por uno mismo. Este se considera el más grave de los pecados capitales, al ser el original o el que engendra a todos los demás.

La ira, descrita como un sentimiento incontrolable de rabia o enfado, a menudo conducente al odio y a la intolerancia.

La envidia, comprendida como el deseo irrefrenable y malsano por lo que otros tienen y a uno le hace falta, sea algo físico, mental, emocional o de cualquier otra índole. Los envidiosos, al carecer de lo que otro tiene, se alegran en caso de que este lo pierda, festejando la desgracia del prójimo como un triunfo propio, y llegando en ocasiones a provocarla con su propia mano, y en lo personal, levantará falsos testimonios y mentiras para desprestigiar sus buenas acciones y presentarlas a semejanza de su maldad.

La lujuria, entendida como un deseo carnal irrefrenable e imposible de satisfacer, es decir, un deseo sexual o erótico indetenible y que no respeta límites, ni obedece a la conciencia. Según lo descrito por Dante Alighieri (1265-1321) en su Divina comedia (escrita entre 1304 y 1321), los lujuriosos aman tanto a otras personas que ponen a Dios en segundo lugar.

La gula, identificada con el consumo en exceso de alimentos y bebidas, sin tener relación con la satisfacción del hambre y la sed. Este es el pecado de los bebedores, los glotones y también los drogadictos.

La pereza, comprendida como la incapacidad para hacerse cargo de la propia existencia, es decir, como el descuido de las obligaciones y responsabilidades sin importar las consecuencias, la desconsideración y también la flojera.


Fotografía: Internet


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