¡Dios nos libre de las malas lenguas! El chismorreo, lo que es lo mismo, el cotilleo no tiene nada que ver con conversar, parlar, platicar… Para conocer los motivos del porqué nos gusta cotillear contamos con la sapiencia de varios psicólogos.
Cotillear no es el mejor de los pasatiempos, no nos engañemos. Pero a pesar de los aspectos negativos, trae consigo beneficios tanto personales como sociales, además de estar ligado a los orígenes de la cultura humana. Y menos mal, porque lo hacemos todo el rato, aunque no nos gusta reconocerlo. Los cotillas son siempre los demás… Centrémonos en el tema.
Cotillear es divertido. «No podría haber sociedad sin cotilleo», explicaba en una entrevista el psicólogo Miguel Silveira. «Ya que necesitamos tener información sobre otras personas y nos fascina la vida privada de los demás. Esta necesidad puede quedar satisfecha por la dinámica del cotilleo». Además, el chismorreo «se enmarca dentro de las interacciones sociales y facilita las relaciones dentro del grupo», ya que se trata de temas fáciles que nos interesan a todos y que permiten iniciar conversaciones incluso con gente a la que no conocemos mucho. Es decir, el cotilleo nos gusta.
Por supuesto, no se puede obviar que, «al resaltar aspectos negativos, sean verdaderos o falsos, se crea un bombardeo que afecta al imaginario de la gente» y que por tanto puede crear o reforzar la imagen negativa que tengamos de los demás. «Se puede llegar a hacer mucho daño», añade Silveira, que recuerda que hoy en día los rumores pueden extenderse más rápido gracias a redes sociales y otros medios. Sólo hay que pensar, no ya en Twitter y Facebook, sino también en aplicaciones como Secret y Whisper, que permiten decir lo que queramos de quien queramos desde el anonimato.
El cotilleo tiene raíces ancestrales. No nos gusta sólo porque sí: «la razón está en cómo vivíamos hace miles de años, cuando gran parte de nuestro éxito reproductivo dependía de nuestra habilidad para conocer las complejidades de la vida tribal», tal como explica John Hardy, profesor de Neurociencia en la Universidad de Londres. El cotilleo era información valiosa en un entorno en el que todo el mundo se conocía, por eso no hay secreto que no se sepa.
Robin Dunbar iba más allá en, Grooming, Gossip and the Evolution of Language. Este autor recuerda que los primates se asean unos a otros. «Básicamente se buscan insectos entre el pelo para contribuir a una dieta lo suficientemente alta en proteínas y como modo de establecer un contacto físico agradable. En los humanos y con la aparición del lenguaje y de unos grupos sociales más amplios, este aseo físico se sustituye por un ‘aseo social’: el lenguaje y en especial el cotilleo, que ayudan a reforzar los lazos colectivos».
El cotilleo conserva parcialmente este tipo de funciones, recordaba Elena Martinescu, de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Groningen (Holanda). Martinescu explica que hay estudios que apuntan que esta actividad «tiene un papel muy importante a la hora de transmitir normas y en el momento de castigar a los miembros del grupo que no respetan estas reglas». Los cotilleos son motivadores. Martinescu ha publicado recientemente un estudio que sugiere que esta actividad puede mejorar nuestro comportamiento. «Escuchar cotilleos sobre otras personas nos ayuda a evaluarnos a nosotros mismos, porque nos comparamos con las personas acerca de las que se cotillea». Es decir, se recibe una lección útil sin necesidad de enfrentarnos directamente con la persona de la que se habla.
La clave es el miedo: «Cuando escuchamos cotilleos positivos aprendemos cómo podemos mejorar o qué tipo de persona necesitamos ser para tener éxito», pero cuando se trata de rumores negativos, «tememos ser el tema de cotilleos ajenos». Además y como explica el psicólogo social de la Temple University, Eric K. Foster en un análisis sobre los estudios realizados acerca del tema, cotillear puede elevar nuestro estatus, ya que nos hace poseedores de conocimiento especial acerca de nuestro grupo. Es decir, los cotilleos son una divisa social, en lo que coincide Silveira: «Se busca quedar bien, resaltar el propio ego delante del grupo. Es una ventaja psicológica para el que inicia la información».
Los cotilleos estimulan la cooperación en el trabajo. «Esta oficina parece el instituto» es una de las frases que más hemos dicho y oído todos cuando nos han venido a contar historias que ni siquiera queríamos conocer. Cualquier cortado, caña o tercera copa en la cena de empresa se convierte en la excusa perfecta para hablar mal de ese vago de Joaquín o comentar el penúltimo rumor sobre el director general.
Pero aunque parezca mentira, que te vengan a explicar estas cosas tiene sus aspectos positivos. Según un estudio de la Universidad de Stanford, estos cotilleos proporcionan información que utilizamos para dejar de lado a quienes no saben cooperar. Y además estos últimos aprenden a utilizar esta información para mejorar su nivel de cooperación. Es decir, el cotilleo ayuda a mitigar los comportamientos egoístas y a escoger compañeros de trabajo adecuados.
Pero entonces, ¿hay cotilleos buenos? Depende de cómo definamos el término. Según el ya citado Foster, muchos estudios parten de que el cotilleo es cualquier conversación que se refiera a personas tanto presentes como ausentes. Este tipo de intercambios supone dos tercios de nuestras conversaciones. Si nos referimos a los comentarios negativos sobre personas ausentes —lo que comúnmente llamamos cotilleo—, se trata del 5% de nuestras conversaciones.
Por cierto: no hay pruebas que demuestren el tópico de que las mujeres cotillean más que los hombres.
En este sentido y siguiendo lo mencionado hasta ahora, Martinescu apunta que cotillear «tiene mayoritariamente buenas intenciones y ayuda a los grupos y a los individuos a funcionar mejor». Aunque no olvida que «los cotillas pueden destruir reputaciones y convertir en víctimas a inocentes». De hecho, hay un motivo crucial —y egoísta— por el que resulta muy conveniente hablar bien de los demás. Se llama «transferencia espontánea de rasgos» y consiste en que la gente te atribuirá los calificativos que tú pongas a los demás. Es decir, si sueles llamar vagos a todos tus compañeros de trabajo, todo el mundo acabará asociándote a la pereza y a la vagancia. Incluso quien ya te conozca. La lección está clara: si no tienes nada bueno que decir de los demás, es mejor callarse. Aun así, Foster recuerda que muchos estudios muestran la efectividad del cotilleo para difundir especialmente la información negativa. Y en una línea similar, Silveiro recuerda que «el chisme siempre se fija en aspectos negativos», en una tendencia que en su opinión ha crecido en los últimos años.
Nos los creemos. Mucho. Demasiado, incluso. En el Instituto Max Planck de Biología Evolutiva, el profesor Manfred Milinksi diseñó una serie de juegos experimentales en los que se podía escribir comentarios sobre cómo jugaban otros participantes —si colaboraban o si eran tramposos, básicamente—. En uno de estos juegos, los participantes tenían a su disposición tanto estos comentarios como el comportamiento real de sus adversarios en rondas anteriores. Cuando la información difería, los jugadores se dejaban guiar más por el cotilleo que por los datos.
Nos creemos los cotilleos porque son emoción en estado puro. De hecho, son historias y satisfacen las emociones del mismo modo que lo hace la literatura, con el aliciente de que conocemos a los protagonistas. Este es el factor más importante a la hora de provocar lo que Foster llama «la conmoción de la revelación». Es decir, los programas y revistas de cotilleo no son más que grises sucedáneos comparados con la posibilidad de hablar mal de Joaquín.
Los cotilleos de la tele no son lo mismo. El ya mencionado John Hardy explica que los beneficios del cotilleo en sociedades ancestrales no se trasladan necesariamente a la sociedad contemporánea: conocer el currículum erótico-festivo de todo el que sale por la tele no nos aporta nada y sólo nos interesa por lo que este profesor califica de «resaca evolutiva».
Martinescu añade que la principal diferencia entre el cotilleo de famosos y el cotidiano es que no conocemos a los famosos, por lo que resulta difícil hacer comparaciones con nuestro comportamiento. Este tipo de cotilleo «puede ser interesante y atractivo del mismo modo que las historias sobre personajes ficticios. Nos dicen algo sobre el mundo en el que vivimos, los estándares que usamos para realizar ciertos juicios y nos ayudan a entender qué podemos esperar en diferentes situaciones».
En esta línea, Silveiro apunta que el cotilleo de revistas y programas de televisión también nos hace «sentir cierto alivio cuando se resaltan conductas negativas de las personas con más poder, influencia y fortuna». Nos alegra ver cómo «los ricos también meten la pata», ya que esto «consuela nuestros propios sufrimientos».
En definitiva, no debemos cotillear. Está feo. Podemos perjudicar a mucha gente. Pero tiene sentido que lo hagamos: nos ayuda a transmitir y recoger información, en especial sobre normas sociales, lo que nos puede servir para saber a qué atenernos y con quién tener cuidado. Pero no olvidemos que se trata, también, de un comportamiento que puede ser injusto. Y ¿Por qué somos cotillas? Cotillear es una práctica más que extendida y ha existido desde que el hombre vivía en las tribus primitivas. Decir que todos somos cotillas quizá sea una afirmación demasiado tajante, pero es cierto que está en nuestro sino ser curiosos tener interés por los asuntos que van más allá de nuestras vidas. Pero, ¿por qué lo somos? ¿es algo que tiene su origen en un pasado reciente o siempre ha existido?
El psicólogo y escritor, Miguel Silveira nos resuelve los motivos que nos hacen ser cotillas. En este sentido, establece dos rasgos: el de ser «fisgones» y el del «chismorreo». «En lo que a ser fisgones se refiere, cotilleamos porque la intimidad y vida de los demás nos interesa, satisface nuestra curiosidad. Hay una especie de atracción fatal a conocer la intimidad de los otros, cómo les va la vida, qué hacen, qué piensan, por dónde se mueven, etc. Nos gusta estar informados porque nos alivia saber que a otros les ocurre como a nosotros».
En lo que respecta al «chismorreo», Silveira apunta a que lo que nos gusta es «revelar y airear comportamientos de los demás, sus fallos o sus fracasos». «Es algo que nos puede consolar, sobre todo si vemos que los que gozan de mejor estatuts social tienen los pies de barro». La clave está en cómo se gestiona esta rutina que practicamos casi por instinto, en si se convierte en un hecho que incluso puede ser beneficioso o, por el contrario, pasa a ser algo insano.
«El cotilleo tiene mala prensa, pero también tiene algo positivo cuando compartir información sobre la reputación de la gente se convierte en una conducta prosocial. Ahí se dignifica el cotilleo. Me refiero, por ejemplo, a cuando una persona advierte a otra de los peligros que puede correr al tratar con un determinado amigo, colega, etc, cuya personalidad es complicada o tóxica. Esto es, cuando es información pura, no sesgada con mala intención», apunta el psicólogo Francisco Gavilán, autor de «Nadie es perfecto». También en este sentido, afirma Silveira que puede ser positivo cuando sirve «como medio para adquirir o transmitir información en nuestras conversaciones e intercambios sociales informales». Por el contrario, si se hace «con ánimo destructivo, para sembrar cizaña o rumores malintencionados» es, obviamente, algo negativo, añade Silveira. «Es negativo cuando se hace de modo insano, cuando es criticar por criticar, cuando se transforma en morbo, cuando a alguien no le cae bien una persona y a sus espaldas resalta sólo sus cualidades negativas, las tenga o no», apunta por su parte Gavilán.
Volviendo a la idea inicial, la de que todos somos cotillas, Gavilán apunta un matiz importante: «Todos lo podemos ser en algún momento, pero sin mala intención. Los que destacan por su papel de cotillas, como si fueran unos profesionales del rumor no son buena gente. Los que así se conducen carecen de vida interior y tienen que fijarse en la existencia de los demás para rellenar su vacío». Por su parte, Silveira considera que una persona es más o menos cotilla en función de «su grado de superficialidad, pero también de su aburrimiento, así como por su grado de morbosidad en cuanto a conocer los entresijos de los comportamientos y vidas ajenas».
Además, existen factores que favorecen el acto del cotilleo, nos lo explica Gavilán: «Cuando alguien se siente maltratado u odiado por alguna razón, o es envidioso, el cotilleo actúa como efecto compensador de decepciones o malestares que, según el cotilla, le provocan los demás. Así, la necesidad de cotillear surge por muchas razones: envidia, morbo, animosidad o, simplemente, tener una vida vacía, sin proyectos importantes a los que dedicarse».
Fotografía: Bob McGrath, cc.
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