Después de ganar varios concursos de arquería, el joven y jactancioso campeón retó a un maestro Zen que era reconocido por su destreza como arquero. El joven demostró una notable técnica cuando le dio al ojo de un lejano toro en el primer intento, y luego partió esa flecha con el segundo tiro.
—Ahí está —le dijo al viejo maestro—. ¡A ver si puedes igualar eso!
Inmutable, el maestro no desenfundo su arco, pero invitó al joven arquero a que lo siguiera hacia la montaña.
Con curiosidad sobre las intenciones del viejo, el campeón lo siguió hasta lo alto de la montaña y se acercaron a un profundo abismo atravesado por un frágil y tembloroso tronco. Parado con calma en medio del inestable y peligroso puente, el viejo eligió como blanco un lejano árbol, desenfundó su arco, y disparó un tiro limpio y directo.
—Ahora es tu turno —dijo mientras ponía el pie en tierra firme.
Contemplando con terror el abismo, el joven no tuvo valor de subir al tronco para hacer el tiro.
—Tienes mucha habilidad con el arco —dijo el maestro—, pero tienes poca habilidad con la mente que te hace errar el tiro.
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