Cuenta la leyenda que un hombre oyó decir que la felicidad es un tesoro escondido.
A partir de aquel instante comenzó a buscarla.
Primero se aventuró por el placer y por todo lo sensual, luego por el poder y la riqueza, después por la fama y la gloria, y así fue recorriendo el mundo del orgullo, del saber, de los viajes, del trabajo, del ocio y de todo cuanto estaba al alcance de su mano, pero un día, en un recodo del camino, leyó un letrero que decía: «Le quedan dos meses de vida».
Aquel hombre, cansado y desgastado por los sinsabores de la vida se dijo:
—Estos dos meses los dedicaré a compartir todo lo que tengo de experiencia, de saber y de vida con las personas que me rodean.
Y aquel buscador infatigable de la felicidad, sólo al final de sus días, descubrió que en su interior, en lo que podía compartir, en el tiempo que dedicaba a los demás, en la renuncia que hacía de sí mismo por servir, estaba el tesoro que tanto había deseado.
Comprendió que para ser feliz se necesita amar, aceptar la vida como viene, disfrutar de lo pequeño y de lo grande, conocerse a sí mismo y aceptarse así como se es, sentirse querido y valorado, pero también querer y valorar, tener razones para vivir y esperar, y también razones para morir y descansar.
Entendió que la felicidad brota en el corazón, de donde emana el cariño, la ternura y la comprensión.
Que los instantes y momentos de plenitud y bienestar, está unida y ligada a la forma de ver a la gente y a la manera de relacionarse con ella, pero para ello hay que gozar de paz interior.
Finalmente, descubrió que cada edad tiene su propia medida de felicidad y que sólo Dios es la fuente suprema de la alegría, por ser Él: amor, gozo, paz, bondad, reconciliación, perdón y entrega total.
Entonces recordó aquel proverbio que dice: «Cuán poco gozamos con lo que tenemos y cuánto sufrimos por lo mucho que anhelamos».
¡Sé feliz antes de que se te haga demasiado tarde!
No hay comentarios :
Publicar un comentario