Cierto día, un campesino fue a visitar a un gran Maestro, atraído por la gran fama de éste y deseoso de ver de cerca al hombre más ilustre del país. Le llevó como regalo un magnífico pato. El sabio, muy honrado, invitó al hombre a cenar y pernoctar en su casa. Comieron una exquisita sopa preparada con el pato.
A la mañana siguiente, el campesino regresó a su campiña, feliz de haber pasado algunas horas con un personaje tan importante. Algunos días más tarde, los hijos de este campesino fueron a la ciudad y a su regreso pasaron por la casa del Maestro y le dijeron:
—Somos los hijos del hombre que le regaló un pato.
Fueron recibidos y agasajados con sopa de pato.
Una semana después, dos jóvenes llamaron a la puerta del Maestro.
—¿Quiénes son ustedes?
—Somos los vecinos del hombre que le regaló un pato.
El Maestro empezó a lamentar haber aceptado aquel pato. Sin embargo, puso al mal tiempo buena cara e invitó a sus huéspedes a comer.
A los ocho días, una familia completa pidió hospitalidad al Maestro.
—Y ustedes, ¿quiénes son?
—Somos los vecinos de los vecinos del hombre que le regaló un pato.
Entonces el Maestro hizo como si se alegrara y los invito al comedor.
Al cabo de un rato apareció con una enorme sopera de agua caliente y llenó los tazones de sus invitados. Luego de probar el líquido, uno de ellos exclamó:
—Pero… ¿qué es esto, noble señor? ¡Nunca habíamos comido una sopa tan desabrida!
El gran Maestro se limitó a responder:
—Esta es la sopa de la sopa de la sopa de pato que con gusto les ofrezco a ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me regaló el pato.
Todo tiene un límite... No se puede abusar de la generosidad de nadie.
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