Ese año las lluvias habían sido particularmente intensas en toda la región. Una gran corriente del río arrastraba con fuerzas la tierra y se llevó la choza de un campesino, pero cuando cesaron, quedó al descubierto una valiosa joya. El buen hombre vendió la alhaja y con la suma que le entregaron reconstruyó su choza, y el resto se lo regaló a un niño huérfano y desvalido del pueblo.
La riada había arrasado también otro poblado y un campesino, para salvar la vida tuvo que encaramarse a un tronco de árbol que flotaba sobre las turbulentas aguas. Otro hombre, despavorido, le pidió socorro, pero el campesino se lo negó, diciéndose a sí mismo: “Si se sube éste al tronco, a lo mejor se vuelca y me ahogo”.
Los años pasaron y estalló la guerra en ese reino. Ambos campesinos fueron alistados. El campesino bondadoso fue herido de gravedad y conducido al hospital. El médico que le atendió con gran cariño y eficacia era aquel muchachito huérfano al que él había ayudado. Lo reconoció y puso toda su ciencia y amor al servicio del malherido. Logró salvarlo y se hicieron grandes amigos de por vida.
El campesino egoísta tuvo por capitán de la tropa al hombre a quien no había auxiliado. Le envió a primera línea de combate y días después halló la muerte en las trincheras.
Las consecuencias siguen, antes o después, a los actos. La generosidad engendra generosidad y el egoísmo, egoísmo, por eso, debemos cultivar los bálsamos de la mente: Amor, Compasión, Alegría por la dicha de los otros...
"Lo que haces hoy puede mejorar todas tus mañanas". Ralph Marston.
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