Un emperador chino fue avisado de que una de las provincias de su imperio estaba siendo invadida. Entonces les dijo a sus ministros:
—Vamos, seguidme. Pronto destruiremos a nuestros enemigos.
Cuando el mandatario y sus tropas llegaron donde estaban los invasores, se puso a dialogar con ellos y los trató con mucha delicadeza, tanta, qué por gratitud, los enemigos decidieron someterse a él incondicionalmente y no continuar con aquella lucha. Todos los políticos que formaban parte del séquito del soberano pensaron entonces que éste mandaría la inmediata ejecución de los cabecillas que se habían atrevido a desafiarle, pero se sorprendieron muchísimo al ver que no lo hacía y que los trataba con mucha amabilidad. Visiblemente enojado, el primer ministro le preguntó al emperador:
—¿De esta manera cumple su excelencia su promesa? Usted nos dijo que veníamos a destruir a sus enemigos y, sin embargo, los ha perdonado a todos, y a muchos, incluso, los trata con cariño.
El mandatario chino, con actitud noble, le respondió:
—Os prometí destruir a nuestros enemigos y todos podéis ver que ahora nadie es mi enemigo. Aprended bien una cosa: el amor, la diplomacia y el respeto pueden lograr mejores resultados que todo el armamento del mundo.
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