Un estudiante universitario salió un día a dar un paseo con un profesor, a quien los alumnos querían y admiraban por su bondad y paciencia. Mientras caminaban, vieron en el camino un par de zapatos viejos y supusieron que pertenecían a un anciano que estaba afanosamente, labrando la tierra. El alumno dijo al profesor:
—Hagámosle una broma; escondamos los zapatos y ocultémonos detrás de esos arbustos para ver su cara cuando no los encuentre.
—Mi querido amigo —le dijo el profesor—, nunca tenemos que divertirnos a expensas de los pobres. Tú eres rico y puedes darle una alegría a este hombre. Coloca una moneda en cada zapato y luego nos ocultaremos para ver cómo reacciona cuando las encuentre.
Eso hizo y ambos se ocultaron entre los arbustos cercanos. El campesino terminó su tarea y cruzó el terreno en busca de sus zapatos y su abrigo. Se puso el abrigo y metió el pie en el zapato, pero al notar algo dentro se agachó para ver qué era y encontró la moneda. Sorprendido se preguntaba qué podía haber pasado. Miró la moneda, le dio vuelta y la volvió a mirar, luego miró a su alrededor pero no vio a nadie. Contento guardó la moneda en el bolsillo y se puso el otro zapato pero, su sorpresa fue doble al encontrar otra moneda. Sus sentimientos lo sobrecogieron: cayó de rodillas, levantó la vista al cielo y en voz alta pronunció una plegaria de agradecimiento; hablaba de su esposa enferma y de sus hijos que no tenían pan, y que gracias a una mano desconocida no morirían de hambre.
El estudiante quedó profundamente afectado y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ahora —dijo el profesor—, ¿no estás más complacido que si le hubieras hecho una broma?
El joven respondió:
—Usted me ha enseñado una lección que jamás olvidaré. Ahora entiendo algo que antes no entendía… «Es mejor dar que recibir».
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