Dos monjes peregrinaban de un monasterio a otro y durante el camino debían atravesar una vasta región formada por colinas y bosques.
Un día tras un fuerte aguacero llegaron a un punto del camino donde el sendero estaba cortado por un riachuelo convertido en un torrente a causa de la lluvia. Los dos monjes se preparaban para cruzar, cuando oyeron unos sollozos que procedían de detrás de un arbusto. Al acercarse comprobaron que se trataba de una chica que lloraba desesperadamente. Uno de los monjes le preguntó cuál era el motivo de su dolor y ella respondió que, a causa de la riada no podía cruzar el torrente sin estropear su vestido de boda y al día siguiente tenía que estar en el pueblo para los preparativos. Si no llegaba a tiempo, las familias e incluso su prometido se enfadarían mucho con ella.
El monje no titubeó en ofrecerle su ayuda y bajo la mirada atónita del otro religioso, la cogió en brazos y la llevó a la orilla. Ya en tierra firme la chica agradecida al monje sus favores, éste la despidió deseándole suerte y cada uno siguió su camino. Al cabo de un rato su compañero comenzó a criticarle por su actitud, especialmente por el hecho de haber tocado a una mujer infringiendo así uno de sus votos. Pese a que el monje acusado no se enredaba en discusiones y ni siquiera intentaba defenderse de las críticas, estas prosiguieron hasta que los dos llegaron al monasterio. Nada más ser llevados ante el Abad, el segundo monje se apresuró a relatar al superior lo que había pasado en el río, su acusación iba con la única intención de que su compañero de viaje recibiera un castigo, pero, tras haber escuchado los hechos el Abad sentenció:
—Mira, él ha dejado a la chica en la otra orilla y tú aún la llevas contigo.
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