martes, 8 de marzo de 2016

Mujer-es

Una mujer sentada observa el atardecer.

Por ti mujer hago un canto.
Un canto bañado de lágrimas,
porque pariste «gallitos»
que se adueñan de tu alma.
Mujer, de mujer naciste.
A esa mujer yo le canto,
porque mi madre es mi vida
y a ella le debo tanto…

No existe ningún país en el mundo, donde mujeres y hombres disfruten en igualdad de las mismas oportunidades, por eso hay que alzar la voz para contar sus historia. Y en cada una de esas historias estamos todas nosotras.

De mujer amorosa nacemos… ¿Qué cuándo se acabará esta guerra de sexos? Cuando los «gallitos» que se tienen por superiores se miren el ombligo y vea que están unidos a una mujer. La mujer primero, y luego él…

Ni «machismos» ni «feminismos», esta «guerra» no crea puentes, ni lo uno ni lo otro es la solución. Lo conveniente es mirarnos a nivel de igualdad, personas que viven, comparten y se complementan. Ni encima ni debajo, ni delante ni detrás, al lado; caminando juntos, proyectando juntos, ilusionándose juntos con un punto de miras común.

La mujer, desde el punto de vista de una madre, no puede despreciar a quien trae a la vida pero ellos valiéndose de que están dotados de mayor fuerza bruta, usan esa brutalidad para someterlas. El reconocimiento a la mujer está en valorarla, respetarla, admirarla y amarla. Quien pone los ojos en su madre no ve a una mujer, ve al ser que le dio la vida. Mi homenaje por siempre a mi madre, la mujer más grande del mundo.

Quiero hacer un reconocimiento a mujeres que con su labor contribuyen a mejorar la vida de otras mujeres y de toda una sociedad, y con ello ayudan a paliar tanta injusticia social.

Historias de Mujer-es… La historia de muchas mujeres es la historia de todo un pueblo. Hay mujeres anónimas e invisibles que despiertan admiración por su arrojo y coraje, que son capaces de cambiar la historia de mucha gente. Estas son algunas de ellas…

Chika Oduah, esta joven periodista nigeriana de 29 años ha decidido seguir el camino más difícil, el de regreso a un hogar africano que abandonó a los dos años, cuando sus padres emigraron a Atlanta (Estados Unidos) y, a los 24, decidió regresar a la tierra de sus ancestros. Lo hizo para informar al mundo sobre las miserias pero también la vitalidad de Nigeria, un lugar poblado por 160 millones de personas que no quiere que se confunda con el resto del continente: «Los medios europeos tienden a llamar a todo África, cuando cada país tiene su propia historia y cultura».
Se estableció en Abuja, la ostentosa capital, donde los alquileres de 800 euros se pagan de golpe por un año para evitar intrusos en una zona en la que «las mansiones te recuerdan la brutalidad de la corrupción». Quería evitar que la violencia se convirtiera en el centro de su trabajo, pero se encontró con la brutalidad de la guerrilla islámica de Boko Haram, un ejército integrista formado por entre 5.000 y 10.000 terroristas que lleva desde principios de siglo sembrando el caos en el norte de este inmenso país del Golfo de Guinea.
Oduah, licenciada en Periodismo y Antropología, es una de las pocas reporteras que han recorrido intensivamente el estado de Borno, al noreste de Nigeria, donde se esconde la guerrilla, convenientemente disfrazada con el riguroso velo y la vestimenta decorosa que exige su demencial código. Sus reportajes han sido publicados por ‘The New York Times’, ‘The Atlantic’ o ‘Al Jazeera’.
Estos días visita Madrid para hablar en La Casa Encendida sobre la situación de la mujer en Nigeria, marcada por un ancestral machismo, las temibles leyes de los islamistas que la condenan a una vida de esclavitud y la captación de jóvenes para ser explotadas sexualmente en Occidente. Las mujeres en Nigeria no tienen voz. Los hombres son los reyes de la casa y de todo, y ella se ha propuesto contribuir a que haya cambio, porque a la par florece una pujante clase media y donde Oduah asegura que se encuentra mejor que en su propia casa de Atlanta, no solo porque siempre se sintió africana en Estados Unidos, sino porque admira «la capacidad de la gente para seguir sonriendo y su resiliencia. En Nigeria hay esperanza».

Angela Lakor Atim, ugandesa de 32 años que conoce bien el rostro del horror. Ella tenía sólo 14 años cuando fue capturada junto a más de un centenar de alumnas de su escuela católica en el norte de Uganda por los milicianos del Ejército de Resistencia. Aquella noche de 1996 fue el inicio de una pesadilla de ocho años, en los que fue obligada a marchar hacia la base de esta guerrilla radical cristiana en el vecino Sudán y a convertirse en la esclava sexual de uno de sus mandos. No consiguió huir hasta 2004.
Angela es una de las supervivientes que ha acudido, como activista, a la cumbre internacional de Londres contra la violencia sexual para relatar su historia y exigir justicia. Una justicia universal que castigue esos crímenes de lesa humanidad cometidos contra decenas de miles de mujeres y niñas en Uganda, en Sudán, en la República del Congo o en Bosnia, y que en la inmensa mayoría de los casos permanecen impunes. «Nuestra vida no puede seguir adelante si los responsables permanecen libres y repitiendo sus acciones», ha clamado esta ugandesa de 32 años que hoy trabaja con la organización World Vision para brindar a las víctimas de violaciones el mismo apoyo psicológico que ella recibió de esta ONG. Porque al regresar a su pueblo, tras ese largo cautiverio marcado por las continuas agresiones sexuales, estaba sola.
«La gente no confiaba en nosotras, nos llamaban las niñas de los rebeldes» rememora sobre el rechazo y estigmatización que sufren las víctimas de la violencia sexual en sus propias comunidades y que también afecta a los hijos nacidos de las violaciones. Para que estos actos no queden impunes se ha logrado el compromiso de investigar y documentar esos crímenes para sustentar la persecución de los perpetradores.
Angela Atim confía en que testimonios como el suyo contribuyan a dar visibilidad a esas agresiones masivas hasta ahora silenciadas. La víctima de ayer se erige hoy en testigo de cargo contra la impunidad.

Mamá Maggie, como la conocen en un páramo olvidado de El Cairo, viste de blanco y camina despacio, saludando a los vecinos y compartiendo risas con los niños harapientos que se unen a su séquito. Esa mujer menuda y alegre que se abre paso entre las montañas de despojos de la capital egipcia lleva más de tres décadas hollando las callejuelas hediondas donde sus habitantes —en su mayoría cristianos— crían cabras y cerdos y dan vida a uno de los sistemas de reciclaje más eficaces del planeta. A pesar de sus frecuentes viajes a la zona, Maggie no ha olvidado la primera vez que paseó por este infierno cobijado en una ladera de la árida montaña de Moqattam, en las afueras de El Cairo: «Enfermé por el mal olor. Estuve tres días sin salir de la cama. Lloraba sin parar al recordar a los niños que agonizaban entre la basura. No había agua limpia ni escuelas. Y a nadie parecía importarle la situación de esta gente».
Maggie, trabajaba como ejecutiva de márketing y ejercía de profesora de informática en la elitista Universidad Americana de El Cairo. Casada con un acaudalado empresario y madre de dos hijos, vivía henchida de lujos, viajaba y frecuentaba las fiestas más distinguidas de la ciudad, hasta que un día descubrió la miseria que habitaba a unos kilómetros de su hogar. Cuando visitó esa zona notó algo en el corazón. Sintió que solo tenía una vida y que quería dar lo máximo. Decía rememorando: «Mi obligación era ayudar y me preguntaba cómo podía realmente ayudar». Y entonces allí, en mitad del paisaje más inhóspito que jamás había observado, nació el milagro. Se puso manos a la obra, aunque al principio parecía imposible, empezó a buscar personas que se sumaran a su proyecto. Una de las primeras veces que logró que le acompañara un empresario, al ver el barrio le dijo que era un caso sin esperanza y le deseó buena suerte. No había edificios, solo chabolas. Pero cuando hay amor, los milagros suceden. El tiempo le ha dado la razón. Hoy su organización, ‘Stephen’s Children’, es una tupida red de asistencia que se despliega por los confines de Egipto, desde la mediterránea Alejandría hasta la sureña Asuán. Más de 200 escuelas funcionan bajo la batuta de Maggie allí donde el Estado ha dejado una legión de náufragos. Alrededor de 30.000 familias viven bajo su amparo.
Sus escuelas acogen a gran cantidad de niños, musulmanes y cristianos, donde se les enseña valores y a convivir en tolerancia y en el respeto a la religión, porque a las escuelas públicas no les interesa la educación de los más pequeños y el maltrato físico se ha extendido como una epidemia. Los niños toman conciencia de que cada uno es diferente. Maggie, a la que muchos consideran el trasunto cairota de la Madre Teresa de Calcuta, presume de haber construido una red que hace unos años mereció una candidatura al Premio Nobel de la Paz.
Como toda buena acción, se empieza desde cero y la providencia va dotando de todo lo necesario para llevar a cabo el proyecto. Las familias acuden en busca de sanidad y educación a los centros de mamá Maggie. Como en sus habitáculos no tienen agua, allí las voluntarias lavan diariamente los pies y revisan la salud de los niños. En esa labor Maggie considera que: «El ser humano es cuerpo, una buena nutrición, mente, educación y valores, espíritu y amor». La red de Maggie también dispone de un equipo de médicos que recorren los centros para auxiliar a los más jóvenes y luchar contra las altas cifras de mortalidad infantil, e incluso de talleres donde los niños que no asisten a la escuela aprenden los oficios de zapatero o tejedora.
Su gran esfuerzo ha merecido la pena; su recompensa es la satisfacción que le produce su buena obra. Ella no se siente sacrificada aunque reconoce que tiene mucho trabajo y que cumple con una rigurosa jornada laboral: «He cambiado mis hábitos. Me levanto muy temprano, algo que no hacía antes. Rezo en compañía de otros entre las tres y las cuatro de la mañana, porque eso nos mantiene en el camino correcto. Luego reviso la agenda del día y dedico parte de la jornada a la formación del equipo». En sus palabras, como en sus actos, no existe la fatiga ni el descanso: «Necesité tres años para descubrir que esta era mi misión. Desde entonces me he dedicado sólo a esto. Me gustaría estar rodeada de niños hasta la eternidad. Lo único que permanece es aquello que haces bien. La verdad y la belleza son eternas y yo aún siento que no he hecho todo lo que está en mis manos».

Jackie Branfield. La lucha contra el abuso sexual infantil tiene nombre de mujer. Todo acto solidario es impulsado por un hecho presencial que te empuja a tomar partido para erradicar el sufrimiento. Jackie presenció el desamparo, personificado en la muerte de un hombre enfermo de VIH tirado en la calle mientras esperaba una ambulancia que nunca llegó. Ese baño de realidad inspiró a la activista Jackie Branfield a consolidar su lucha contra la enfermedad en Sudáfrica. Una reunión semanal casi espontánea bajo un árbol cercano al lugar en el que falleció aquel hombre, organizada con la intención de prestar su ayuda a otros enfermos, acabó transformandose en la organización sin ánimo de lucro que representa hoy: ‘Operation Bobbi Bear’. Esa toma de contacto le desveló una realidad aún más atroz: las víctimas indefensas, niños contagiados tras sufrir abusos sexuales —principal lacra de Sudáfrica donde este tipo de ataques han aumentado un 400% en los últimos nueve años en provincias como Kwa-Zulun Natal—. Los datos son aún sobrecogedores, pues se estima que una cada cuatro niñas menores de 16 años ha sido víctima de una violación. Desde entonces, la organización liderada por Jackie centra sus esfuerzos tanto en su asistencia, tratando de impedir que contraigan la enfermedad con un tratamiento inmediato tras el abuso, y su rehabilitación como en la erradicación y el castigo de unos crímenes que todavía quedan impunes.
¿Su mejor aliado en la lucha? El osito de peluche que da nombre a la organización y que ya ejerce de inseparable y terapéutico compañero de cientos de niños sudafricanos. La fundadora de ‘Operation Bobbi Bear’, cuenta que los osos tienen género neutro y los niños no los perciben como una amenaza ni les resulta intimidatorio.
Para proteger a los niños del abuso sexual, la organización tiene dos funciones principales. Una de ellas es la educación. Recorren los colegios y enseñan a los niños a usar ese juguete educativo (Bobbi Bear) para reportar estos abusos y sentirse cómodos a la hora de hacerlo; pero también se dedican a la formación de miembros de los Servicios de Protección del Menor a lo largo del país. La segunda, a varios niveles, como parte fundamental en el proceso de acusación de los responsables de estos crímenes violentos.
También están en el punto de rescate, al que los niños acuden para contar lo que les ha sucedido, y en ese momento es donde entran en juego los osos. Después llevan el caso a los tribunales y comienza el trabajo de rehabilitación de los menores con la ayuda de una serie de terapias y programas.

Angélique Namaika. Esta religiosa lleva una década volcada en la rehabilitación de las mujeres desplazadas y violadas en el noroeste del Congo, donde los grupos armados siembran el terror.
Niñas convertidas en mujeres a la fuerza, raptadas, violadas, convertidas en cómplices de atrocidades en contra de su voluntad; madres que han perdido a sus hijos y maridos; niños nacidos de una violencia, que se quedan huérfanos y desamparados. Las que atiende Angélique Namaika son heridas sin sutura posible, sin ungüentos que puedan camuflar las cicatrices. Aun así, esta monja congoleña de 46 años y mirada firme, se deja la vida en curarlas, en encontrar una salida a la desesperación para que las víctimas rehagan sus vidas. Desde hace una década, Namaika se ha convertido en la esperanza de miles de mujeres y niños que han sufrido en sus carnes la brutalidad del Ejército de Resistencia y de los otros grupos armados que ahogan al noroeste del Congo. Allí, en la ciudad de Dungu, en la provincia Oriental, en la frontera con Sudán del Sur y Uganda donde llegó en 2003, la monja ha construido una red de formación y alfabetización para las mujeres desplazadas.
«Cuando me enviaron a Dungu como misionera empecé a ayudar a las mujeres vulnerables de la zona que no habían podido terminar sus estudios organizando cursos de formación. Pero cuando comenzaron a llegar las mujeres desplazadas me di cuenta de que les hacía falta lo mismo y aún más, porque necesitaban encontrar una salida para sus traumas. Mujeres que se encontraban en un lugar que no era su casa, sin sus familias… Pensé que tenía que ocuparme de ellas». Namaika recibió en febrero el Premio Mundo Negro a la Fraternidad y en 2013 fue galardonada por Acnur con el Premio Nansen para los refugiados. No ha parado nunca. Ni ante las palabras de quienes la desanimaban en empeñarse en una tarea que requería recursos logísticos y económicos difíciles de encontrar, ni ante la amenaza de los ataques de las guerrillas que en 2009 la obligaron a ser ella misma desplazada durante meses. «Cuando empezaron a llegar más mujeres y cada vez más niños cuyas madres habían sido asesinadas, hubo quien me decía '¿dónde encontrarás el dinero?', '¿cómo harás con los huérfanos?'. Pero la voz de Jesucristo me daba la valentía que me hacía falta», comenta la monja quien, criada en una familia muy religiosa, desde pequeña vivió su vocación como servicio hacia los más frágiles. Ahora que es la directora del Centro para la Reintegración y el Desarrollo de Dungu, Namaika se vuelca en su misión con un objetivo claro: dar a las víctimas una posibilidad para superar sus traumas.
«Estas mujeres han sufrido mucho… Tenemos un servicio de ayuda psicológica y también les acompañamos de forma religiosa, a través de los rezos. Nuestro apoyo se basa en la formación con cursos de alfabetización para que aprendan a leer y escribir, y algunos oficios para que puedan valerse por sí mismas». Namaika dice que: «La formación sirve para que las víctimas de la violencia superen sus traumas».

Judith. Esta chadiana da una especie de charlas TED a la africana en las que exhorta a las mujeres y niñas de su comunidad a permanecer en la escuela para lograr la igualdad de género. Cuando la madre de Judith murió, su tía le dijo: «No abandones la escuela». Le hizo caso y eso le ha permitido convertirte en líder de su comunidad, en Chad, donde imparte talleres a mujeres y niñas venidas de distintos lugares de la región de Guéra. Es una delicia verla con un viejo altavoz en la mano y todo el mundo formando un círculo alrededor escuchando sus charlas. Son sesiones de motivación y coaching al estilo africano en las que defiende que «si estás abierto a la educación, el día de mañana llegarás a lo que quieras».
Cuenta que en 1º de Primaria estudiaban muchísimos niños y niñas, pero en el último curso sólo quedaron 20, y ya en 4º de la ESO muchos abandonaron quedando 10 estudiantes. «En el último curso de Bachillerato sólo éramos dos», cuenta Judith en sus charlas. Ella fue la única mujer de su comunidad en terminar Secundaria y, gracias a eso, ha podido ser dueña de su vida. «Educar a una niña es educar una nación. Cuando una niña avanza, sus padres van detrás», expresa.
En los talleres de Judith las mujeres intercambian experiencias y se dan ideas para cambiar la mentalidad de sus municipios en las que el 90% de las mujeres son víctimas de matrimonios forzados a edades muy tempranas, o de mutilación genital.

Anja Lovén. Esta danesa de 37 años se fue a Nigeria a rescatar a niños abandonados por superstición. Al más pequeño, de 2 años, lo ha hallado junto a un puesto de carne de perro. Famélico y con lombrices, se moría andando. Le llamó Hope, Esperanza. Lema que lleva tatuado en los nudillos de su mano. Anja lleva tatuajes en sus piernas y en sus brazos y por eso la llaman el «ángel tatuado».
El caso del último niño rescatado de la muerte lo hemos conocido por los medios que se han hecho eco de lo publicado por ella en su perfil de facebook el 31 de enero, donde muestra unas imágenes conmovedoras donde reza: «Estas imágenes muestran por qué lucho». Con ese mensaje lanza a los cuatro vientos las fotos que han desatado en estos días una ola internacional de conmoción y solidaridad, y han puesto el foco sobre el efecto letal de la superstición.
¿Cuántos niños arden abandonados en el infierno terrenal? Todos se encarnan en uno: este niñito que recientemente ha sido noticia, moribundo y sin nombre de una aldea africana al que da de beber un ángel rubio y tatuado. Anja lo encontró en enero sobreviviendo en la calle solo. Con dos años de edad, desnudo, sin habla, sin apenas fuerzas para tenerse en pie. Condenado a morir a la intemperie por ser un niño brujo.
Anja Ringgren Lovén es la creadora y directora de la ONG danesa DINNødhjælp, Fundación para la Ayuda, la Educación y el Desarrollo de los Niños Africanos (Acaedf en sus siglas en inglés).
«He visto mucho aquí en Nigeria en los últimos tres años. Aquí hay miles de niños a los que acusan de ser brujos. Hemos visto niños torturados, niños muertos, niños aterrorizados. Estas imágenes muestran por qué lucho. Por qué vendí todo lo que tenía en Dinamarca. Por qué me muevo en territorio inexplorado».
Anja tiene un orfanato en las afueras de Uyo que dirige junto a su marido, el nigeriano David Emmanuel Umem. La pareja tiene un hijo biológico de año y medio, sonriente y sano, David junior, y otros 35 niños que han rescataron de las calles a las que son arrojados por sus familias y vecinos marcados por el estigma de ser «niños brujos», en la doble acepción de estar «embrujados» o «endemoniados» y de transmitir, sin ellos darse cuenta, maleficios a los mayores.
Luchar contra esta superstición espantosa, producto de la ignorancia y la miseria, llevó a esta mujer que se declara atea a fundar su ONG en la ciudad danesa de Aarhus, a dejar su trabajo en una tienda de ropa, a vender sus posesiones y a instalarse desde hace tres años en esta zona de Nigeria de donde es su marido.
Anja cuenta que a pesar de haber experimentado muchos horrores en Nigeria, este último rescate es uno de los más duros que ha vivido, pero en situaciones como ésta se mantiene fría. No puede mostrar sus sentimientos. Se pondría en peligro. El tenso momento llega al pedir permiso al jefe para llevar al niño a un hospital. Le dan una propina, para whisky o lo que sea, a fin de que no frustre la misión.
Es feliz viendo como Hope se ha recuperado y eso hace que la vida para ella sea tan bonita y valiosa. Denuncia que hay miles de casos. En 2010, el entonces gobernador del estado de Akwa Ibom, Godswill Akpabio, dijo a la CNN que las denuncias son «exageradas» y el problema, «mínimo». Recordaba que desde 2008 acusar a un niño por «brujo» es un delito castigado con hasta 15 años de cárcel, y que eso «puso la situación bajo control, pero en los dos primeros años no se condenó a nadie, y sin embargo, hay cada día más niños acusados de brujos».

Katie Piper, una modelo a la que su novio desfiguró con ácido. Hace seis años, la británica Katie Piper tenía un futuro prometedor en el mundo de la moda. Coronada Miss Winchester 2006, apareció en varias revistas y presentaba algunos programas de televisión. Sin embargo, su vida se vio truncada cuando se enamoró de Danny Lynch, un chico experto en artes marciales que pronto se convirtió en su novio.
Piper no dio importancia a los comportamientos agresivos de su ex y decidió no denunciarlo cuando, tras una discusión, le dio una paliza. Esto provocó que, semanas después de este acontecimiento, Lynch, junto a un cómplice, organizara un plan para terminar con la carrera de su novia. El joven contrató a otro chico para que derramara una taza de café en la cara de Katie. La taza contenía ácido sulfúrico en su interior, lo que provocó de manera rápida grandes quemaduras en la piel de Katie.
«La taza con ácido golpeó mi piel, sentí un ardor tremendo y muy doloroso, sentí cómo corría por mi garganta y me cegaba. Creí que casi acababa conmigo. ¡Casi!», recordaba la modelo. Las heridas le provocaron grandes cicatrices y la pérdida del ojo izquierdo. Sin embargo, Katie, que es optimista por naturaleza, ha logrado tener una sólida carrera como presentadora y acaba de publicar un libro hablando sobre su experiencia.
«Hoy, cuando me miro al espejo y veo mis cicatrices no me molestan, eso sólo me recuerda que soy más fuerte que las personas que trataron de dañarme». La presentadora, que ha creado su propia fundación, está casada y tiene una hija, y ha conseguido seguir adelante con su vida profesional.

Por desgracia estos casos suceden cada día y es una vergüenza para la humanidad. Cuánto dolor y sufrimiento en cada una de las historias con rostro de mujer. En mi recuerdo, en mi memoria, millones de mujeres que son ultrajadas, maltratadas, violadas, menospreciadas, acosadas, asesinadas… Justicia para esas mujeres que mueren masacradas y quemadas vivas bajo el llamado crimen de honor. Justicia para las que viven sometidas al bárbaro machismo recalcitrante. El horror de esas despreciables malditas bestias clama al cielo.

Es admirable ver que gracias al sacrificio y la entrega de tantas mujeres anónimas e invisibles el mundo es bastante mejor. ¡Ánimo mujeres!

Fotografía: Giuseppe Milo, cc.

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