Vivimos en un mundo donde unos se ocupan de hacer sufrir a otros, para eso se atribuyen estatus y poder, ya sea político o religioso, pero el mayor poder y dominio está refrendado por la condición de haber nacido ‘hombre’, o sea, un varoncito cuya vida se la debe a una mujer, pero para agradecérselo crean leyes y normas para someterlas y despreciarlas. ¿Cómo puedes ignorar a quién te ha dado la vida? Mírate el ombligo para que veas la cicatriz, la marca de una mujer, el ser más grande, ¡tu madre!
¡Qué pena más grande! Por todo el mundo encontramos millones de mujeres que viven sometidas, amordazadas y aterradas. Algunas han podido escapar del cautiverio y se han librado de la mordazas impuestas por ‘machitos’. Hace poco leí en elpais la historia contada por Anna García de cuatro mujeres que huyeron del judaísmo ultraortodoxo: la triste realidad de unas mujeres cuyo papel fundamental es el de procrear, nos sitúa en Jerusalén. Así lo relata:
Mea Shearim es un barrio viejo y desgastado de Jerusalén donde el reloj se paró hace dos siglos. Aquí hombres vestidos de negro y mujeres de extrema modestia han hecho un pacto eterno y sin fisuras con Dios. Pero detrás de esta imagen seriada, propia de un reportaje antropológico del National Geographic, hay una sociedad compleja, de múltiples matices que se rige, única y exclusivamente, por los textos bíblicos y la palabra de sus rabinos. Se trata de los ‘haredim’, los que temen a Dios.
En la comunidad judía ultraortodoxa son las mujeres las que tienen el poder y el deber de reforzar la cadena («Creced y multiplicaos», Génesis). Son ellas, cargadas de críos, las que salen a trabajar fuera de casa. Ellas alientan a sus maridos a estudiar los textos sagrados a tiempo completo. Ellas, centradas en cuidar su belleza interior, asumen el papel de transmitir a sus hijos pequeños un mundo minado de reglas, ritos y ceremonias. Y ellas, guardianas, protagonizan el libro ‘Orgullosas y asfixiadas’, un viaje de dos años de la mano de cuatro mujeres que me abrieron las puertas de sus rincones más personales. Cuatro voces, cosidas de referencias bíblicas, que me han permitido realizar un dibujo insólito de una sociedad cerrada a cal y canto al exterior.
La madrileña Raquel y la barcelonesa Jana se convirtieron al judaísmo para acabar plantadas en la estricta observancia. Orgullosas de estar donde están, asumen con naturalidad la separación de género y el baño de purificación al que están obligadas todas las mujeres dos semanas después del inicio de la última menstruación. Durante este tiempo evitan cualquier contacto con el marido.
La historia de Raquel está marcada por el drama de no haber podido tener hijos porque el vientre reproductor de la mujer es el centro de gravedad de la comunidad. De ahí sale el ejército de Dios, que cuanto más grande, más poderoso será. Sin descendencia, y tras diez años de matrimonio, el entorno empuja la pareja al divorcio.
Judith y Sarah, en cambio, hicieron el camino a la inversa. «Un día, a principios de los años 80, Judith Rotem, con treinta y ocho años, cogió a cinco de sus siete hijos y se fue de casa. Para siempre». Así empieza el capítulo de una de las dos ‘asfixiadas’ que se atrevió a dejar el nido ultraortodoxo en aquella época. La lectura de libros seculares, libros prohibidos, ayudaron a la hoy escritora a esculpir una voz propia. Años después, una noche de 2007, la joven Sarah, que meses antes había abierto en secreto el blog ‘Un agujero en la sábana’, siguió los pasos de Judith. Dos mujeres revolucionarias, cada una a su manera, que quebraron los esquemas inamovibles que habían circulado por sus venas desde que mamaron la leche materna. Rechazadas por familiares, amigas y vecinas, tuvieron que aprender a construir una nueva vida en un planeta que les era totalmente desconocido.
‘Orgullosas y asfixiadas’ fija la mirada en el que es, para buena parte de la sociedad judía, el otro conflicto después del árabe-israelí. A pesar de tener los bolsillos abiertos a las ayudas gubernamentales, los ultraortodoxos de Israel se desentienden del mercado laboral y del servicio militar, obligatorio, en cambio, para el resto de ciudadanos. Pero como no solo Dios puede resolver sus problemas cotidianos, hace tiempo que los estudiosos de la Torá también han entrado en la terrenal arena política.
En muchas culturas ‘el machito’, valiéndose de la religión, somete a la mujer a su santa voluntad. Tanto los ultraortodoxos, como los mormones, talibanes etc., son guetos cerrados que sólo se relacionan entre ellos. El papel de la mujer es el de procrear y trabajar sin rechistar. Callada la boca, ellos tienen derecho a vivir alegres la vida porque son seres superiores, mientras ellas cargan con todas las responsabilidades.
Otra historia conmovedora es la de una mujer que escapó de la prostitución. La historia está extraída del libro ‘Rumbo a las estrellas, con dificultades’ que habla de mujeres en la India. El libro contiene la carta de esta mujer que cuenta su tragedia, pero ya no confía en los ‘hombres-varones’. Así lo cuenta:
No, si me tapo la cara no es por religión. No quiero que me la veas. Los ojos no importan y no importa si lloro. Así sabrás que digo la verdad, y yo podré verte y leer tu cara.Dices que eres un escritor, pero eres un hombre. No me ha quedado muy buena impresión de los hombres, sean quienes sean. Aunque, bueno, uno, gracias a uno pude escapar. Sí, debo ser justa, uno me ayudó. Me dijo: «Tú no puedes estar aquí». Se arriesgó. No, yo no podía seguir allí, en aquel burdel, como esclava, creo que hoy no estuviera viva.
Me casaron a los doce años con mi tío, de cuarenta y cinco años, el hermano de mi madre. No había tenido aún mi primera menstruación. No sabía nada de sexo. Ni siquiera nos hicieron una foto de boda. Me llevaron a vivir a una cabaña compartida, donde vivían una hermana de mi marido y una hermana del marido de la hermana de mi marido, con sus hijos. Desde el principio me trataron como a una criada. No me querían. Yo trabajaba y trabajaba. Pero, aun así, mi marido me pegaba.Me puse muy enferma y me vinieron a buscar mis padres. Cuando me puse mejor trabajé para alimentar a mis padres. Ellos son muy mayores, salían a pedir. Una vez me visitó una mujer y me habló de ir a trabajar a una ciudad grande, al servicio doméstico, donde ganaría unos miles de rupias. Al principio, me negué, pero insistía y me hizo ver mi miseria y la vida diferente que podría llevar.
Yo le daba vueltas y vueltas. Todo el día pensando: Me abandonó mi marido, no tengo nada en qué apoyarme. ¿Qué hago aquí? Al fin le dije a la mujer que sí. Vino a buscarme y fuimos en tren a una ciudad llamada Kadiri. En la casa donde me llevó había un joven, que me vigilaba todo el tiempo. Fue allí donde me compraron, según supe luego. Me vistieron con un burka y me llevaron en un rickshaw a la estación del tren. Los billetes eran para Delhi. Me llevaron a una casa grande. La señora dijo que era la madre del joven de Kadiri. Tampoco eso era verdad. Me vistió, me dio de comer, me llevó a una peluquería donde me cortaron el pelo. «Te van a poner guapa», me dijo. En el centro de estética había una chica que conocía, de cerca de mi pueblo. Llevaba una minifalda y me dijo que yo tendría que vestirme igual. Estaba muy asustada. No entendía. ¿Por qué tenía que vestirme así? Ella me explicó toda la realidad.
No me puse la minifalda. Me vestí con un sari y la dueña se enfureció. Me dijo a la cara: «Eres estúpida, te he comprado por setenta mil rupias. Si quieres vivir, trabaja para pagarlas». Me golpeó sin parar con un palo hasta destrozarme el sari y vestirme como ella quería. Yo no podía comer. Me negaba a acostarme con los clientes. Entonces me ató a un poste, en medio de la sala, machacó guindillas verdes y me las metió en los ojos. Yo pedía agua, pero ella amenazaba a quien quisiera ayudarme. Tuve que aparentar que le haría caso. Fueron tres años de suplicio. Si yo no hacía lo que ella quería, volvía a golpearme. Pensé en el suicidio, quería morir. Durante un tiempo me mostré dócil, para que ella se confiase. Un día que ella se fue a una fiesta, un vigilante habló conmigo. Él había visto todas las palizas. Me dijo: «Tienes que huir, tú no puedes seguir así». Y me dio el dinero para poder comprar un billete de tren.Fue así como volví a Anantapur. En el pueblo nadie me respetaba. Mi madre había muerto y mi padre solo me hablaba si le llevaba algún dinero. La gente no sabe la realidad de estas cosas. Si te ha pasado algo malo, piensan que eres culpable. Pero también hay otra gente que es de otra pasta, que no se deja engañar por las apariencias. Gente que emigró y que conoce las amarguras.Fue entonces cuando oí hablar de la Fundación. Me acerqué al centro de asesoramiento en Gandlapenta. Conté lo que me había sucedido. Eran mujeres que escuchaban, trabajadoras sociales que me trataban como persona. Pude visitar los talleres, de saris, de imprenta, de incienso, de compresas, donde trabajaba gente que había pasado por situaciones terribles. Estaban contentas, vivían otra vida, se sentían protegidas y entre ellas se ayudaban. A mí me dieron un préstamo para abrir un pequeño quiosco, ahora estamos organizadas, y nos reunimos para ayudar y denunciar las redes de prostitución. Unidas nos damos cuenta de que somos fuertes porque no nos callamos, si nos quieren hacer daño, reaccionamos unidas. Si vemos algún caso de corrupción policial, o de desatención, hemos ido a los jefes. Si uno no escucha, acudimos a otro. En la Administración, ahora nos respetan.Si me cubro, no es por ocultarme. Así tampoco sabrás qué ha pasado con mi rostro, si soy bella o no. Tengo treinta años, mi nombre es Nagalakshmi. Soy dalit. No volveré a casarme. No confío en los hombres.
En el libro ‘Rumbo a las estrellas, con dificultades’ (RBA), Manuel Rivas siguió las huellas de Vicente Ferrer (1920-2009) desde su adolescencia republicana en España hasta su lucha para transformar la desértica Anantapur, en la India, en un territorio de la esperanza. La clave de esa revolución del siglo XXI ha sido el situar a la mujer en el corazón y la vanguardia de la comunidad. Aquí se cuentan en primera persona algunos testimonios de ese tránsito: entre la opresión y la re-existencia.
«Cuando maltratas a una mujer, dejas de ser un hombre». Mi desprecio para todos los machitos miserables.
Fotografía: Blog de Diego Navarro, cc.
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