jueves, 5 de julio de 2012

Mediocridad

Un grupo de maniquíes.


Mediocre: calidad mediana o regular, o más bien mala. Que no es interesante. Algo sin valor…

El hombre mediocre (según el diccionario) es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De ahí que se vuelva sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a la domesticidad y así se vuelva parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo. Carente de personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se vuelve vil y escéptico, cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes, ni santos. A su vez, el hombre mediocre entra en una lucha contra el idealismo por envidia, intenta opacar desesperadamente toda acción noble porque sabe que su existencia depende de que el idealista nunca sea reconocido y de que no se ponga por encima de sí…

Una vez tenemos las definiciones para reconocer a un mediocre, quiero hacerles llegar el texto escrito por un señor de LLinars del Vallés, donde deja claro que España se ha convertido en un país de mediocres… Transcribo:
Quizás ha llegado la hora de aceptar que nuestra crisis es más que económica, va más allá de estos o aquellos políticos, de la codicia de los banqueros o la prima de riesgo, y asumir que nuestros problemas no se terminarán cambiando a un partido por otro, con otra batería de medidas urgentes o una huelga general.
Ha llegado la hora de reconocer que el principal problema de España no es Grecia, el euro o la señora Merkel, y admitir, para tratar de corregirlo, que nos hemos convertido en un país de mediocres. Ningún país alcanza semejante condición de la noche a la mañana, o en tres o cuatro años, si no que es el resultado de una cadena que comienza en la escuela y termina en la clase dirigente.

Hemos creado una cultura en la que los mediocres son los alumnos más populares en los colegios, los primeros en ser ascendidos en la oficina, los que más se hacen escuchar en los medios de comunicación y a los únicos que votamos en las elecciones, sin importar lo que hagan, porque son de los nuestros. Estamos tan acostumbrados a nuestra mediocridad que hemos terminado por aceptarla como el estado natural de las cosas. Sus excepciones, casi siempre reducidas al deporte, nos sirven para negar la evidencia.

Mediocre es un país donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente a un televisor que muestra principalmente basura.
Mediocre es un país que en toda la democracia no ha dado un presidente que hablara inglés o tuviera mínimos conocimientos sobre política internacional. Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo. Mediocre es un país que ha reformado un sistema educativo trece veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado. Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para sobrevivir. Mediocre es un país con una cuarta parte de su población en paro, que si embargo encuentra más motivos para indignarse cuando los guiñoles de un país vecino bromean sobre sus deportistas.

Es mediocre un país donde la brillantez del otro provoca recelo, la creatividad es marginada —cuando no robada impunemente— y la independencia sancionada. Un país que ha hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional, perseguida sin complejos por esos miles de jóvenes que buscan ocupar la próxima plaza en el concurso Gran Hermano, por políticos que se insultan sin aportar una idea, por jefes que se rodean de mediocres para disimular su propia mediocridad y por estudiantes que ridiculizan al compañero que se esfuerza.

Mediocre es un país que ha permitido, fomentado, celebrado el triunfo de los mediocres, arrinconando la excelencia hasta dejar dos opciones: marcharse o dejarse engullir por la imparable marea gris de la mediocridad.
Ahí queda eso, pero parece que no va con nosotros, nos tenemos por despabilados (proliferan los listillos) no por mediocres… Hace tiempo manifesté mi preocupación por los alarmantes cambios sociales, donde los principios y valores se desechan y se adopta ‘el todo vale’. Se implanta la mediocridad y la impunidad —ande yo caliente ríase la gente—.

Las políticas han ido encaminadas a acabar con una imaginaria tiranía, y lo que han conseguido es crear tiranos. La autoridad no es autoritarismo, la autoridad valida el respeto y el respeto es imprescindible en todos los órdenes. Es la didáctica para el mejor funcionamiento y rendimiento colectivo; tanto en el crecimiento personal como en el progreso comunicativo. La autoridad de padres y profesores ha sido vapuleada, menoscabada, despreciada en pro de potenciales mediocres tiranos.

A esta España nuestra la conducen a la nada y de la nada es difícil salir, porque para llegar a ella se arrasa con todo y si barres con todo, no queda camino de vuelta ni puntos de referencia hacia dónde dirigir los pasos: podrás andar, pero te llevan a ningún lugar… No sé ustedes, pero yo me ruborizo al tomar conciencia del país que dejamos a nuestros hijos y nietos. Este panorama afectará a varias generaciones que vivirán confundidas, desilusionadas, desmotivadas y sin coraje para levantar cabeza, porque no hay peor vacío que el vacío interior, el existencial.

Los políticos han conseguido llevar al país a la inopia y la sociedad va rompiendo vínculos. Deambula solitaria y no percibe el pálpito ni el calor de la hermandad. Al país se presiente lejano, desestructurado, descentralizado y sin horizontes donde fijar objetivos. Es un país sin peso que ha perdido la solidez de los ideales, de los valores propios y comunes, de la firmeza de preservar y conservar la peculiar grandeza de pueblo que se abre, pero manteniendo la esencia particular y universal.

Los mediocres van como incendiarios quemándolo todo y los aromas se confunden con el humo y no queda rastro de los olores de referencia. La mediocridad nos hará víctimas de nuestros propios egos y el daño daña, irremediablemente, a la colectividad. 
Dijo Honoré de Balzac: «La mediocridad no se imita», y Jean Baptiste: «Una de las mayores pruebas de la mediocridad es no acertar a reconocer la superioridad de otros»
Tenemos que reconocer que en España, la envidia es el deporte nacional. Pues, sobre la mediocridad española, como dice el amigo Alejandro: Medita… Medito… Meditemos…

Fotografía: 7-how-7, cc.

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