viernes, 27 de junio de 2025

La necesidad de consuelo


 

En cada amanecer hay una nueva oportunidad, y en cada nueva oportunidad, reside la esperanza. La esperanza es un sentimiento profundo y transformador. Cuando conseguimos conectar con ella, todo parece posible. Y menos mal que podemos recurrir a la esperanza en los malos momentos, porque sería imposible salir de ellos si no creemos que todo podría ser mejor.

El problema es que conectar con esta poderosa emoción no siempre es fácil. Cuando todo parece oscuro, cuando los problemas se amontonan y perdemos el control de nuestra vida, la esperanza se convierte en un bien inalcanzable. 

'No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya'. Marco Tulio Cicerón.

El consuelo es el descanso y alivio de la pena que aflige y oprime el ánimo. Es el alimento del alma que amortigua los golpes de la vida. Consolar no significa negar la dificultad, sino tender una mano y ayudar a superar la situación. Sin embargo, el arte de consolar ha sido víctima de una represión colectiva. El concepto “consuelo” no aparece prácticamente nunca en la literatura terapéutica, y cuando lo hace es en conexión con el duelo y el velatorio. El consuelo encierra una lógica de la supervivencia, es un elixir de la vida, pero apenas hay lugares donde practicar y aprender a consolar. El buen consuelo tranquiliza y ayuda a recuperar la confianza en el destino y en la vida. ¿Cómo encontrar las palabras y el tono adecuado? ¿Cómo actuar con alguien que está viviendo un momento difícil? ¿Es necesario pasar por una situación dolorosa para saber qué consuela y qué no?

Pascal, Schopenhauer, Cicerón: tres filósofos de épocas diferentes, con singularidades propias, pero con un acervo común, coinciden en la certeza de que el sufrimiento está implícito en el devenir de nuestra vida. No hay manera de huir de las adversidades, no hay lugar donde esconderse, pero sí es posible encontrar la sabiduría necesaria que nos dote de la voluntad para sobrevivir a los inevitables avatares que nos harán sufrir y encontrar una ética del consuelo. Algunos de estos desgraciados avatares serán causados por el azar, otros por el desgaste del tiempo y la fecha de caducidad con la que nacemos, o quizá a causa de nuestras propias acciones erróneas. No importa, el sufrimiento es nuestra sombra, tantas posibilidades tenemos de que nos alcance de lleno como de eludirla. La felicidad real, con sus luces y sombras, lleva aparejo como correlato el sufrimiento. No solamente es ciega la fortuna, sino que de ordinario vuelve también ciegos a quienes la acaricia. La vida puede depararte agradables sorpresas, o puede que creas que la fortuna no tiene nada que ver y la lotería de la felicidad te ha tocado porque has comprado todos los boletos, pero esa ilusa certeza te ciega. Rara vez la fortuna no viene acompañada de soberbia, al igual que la humildad suele acompañar al infortunio. Quitarnos la venda que nos hace creer que esa fortuna durará para siempre o que siempre podremos optar a ella, es el primer paso que nos permitirá sobrevivir a la experiencia del sufrimiento con la ayuda de la ética del consuelo. No hablamos de otros mundos, de paraísos o cielos que enmendarán nuestra miseria terrenal, sino de cómo encontrar consuelo en el aquí y ahora, el único tiempo, la única realidad de la que tenemos plena certeza.

La virtud que nos permite sobrevivir con la cabeza alta, es la dignidad mantenida contra viento y marea, incluso en los más aciagos tiempos y situaciones. Es con el ejemplo de la vida propia con lo que filosofamos. Son las vidas ejemplares las que enseñan el camino de la virtud, no abstractas proclamas teóricas de los hipócritas que van destruyendo las virtudes que son baluarte frente al infortunio.

Una ética del consuelo existe implícita en el pensamiento del más antiguo de los sabios de esa triada de filósofos a la que hacíamos referencia, Cicerón: "pues ética es la vida de aquél capaz de sobreponerse a los pesares, y afrontarlos con dignidad". En ocasiones es lo único que podemos ofrecer ante la desventura, mantener la compostura. No es algo inusitado en un pensador de la época clásica de Roma, pues a diferencia del pensamiento de los griegos, el romano está mucho más apegado a la realidad cotidiana, más prosaica y dura que la idealizada por la filosofía griega. Michel Onfray destaca que toda filosofía romana ofrece un inmenso consuelo: Contra la pena y el dolor, el sufrimiento y la angustia, la tristeza y los reveses de la fortuna, la enfermedad y la muerte, el exilio y la vejez, la aflicción y la soledad, la congoja y la melancolía, la ruptura y la decepción. Pues ésta y no otra, es la realidad que acompaña nuestra vida. La virtud que nos permite sobrevivir con la cabeza alta, es la dignidad mantenida contra viento y marea, incluso en los más aciagos tiempos. Es con el ejemplo de la vida propia con lo que filosofamos. Son las vidas ejemplares las que enseñan el camino de la virtud, no abstractas proclamas teóricas sin fundamento.

Un principio ilumina la experiencia del sufrimiento, y es la filosofía entendida como herramienta que nos proporciona consuelo, pues a través de ella podemos enarbolar el poder de la razón como escudo ante los aconteceres del aciago destino. A través de ella descubrimos el valor que nos permite masticar y digerir la tragedia. El estoicismo es el pilar de esta ética del consuelo; la realidad que importa no es aquella que se nos impone, es la representación que nos hagamos de ella. No puedo evitar la desgracia, la ajena que me afecta, o la propia que me acecha, pero si puedo actuar acerca de las emociones y sentimientos que en mi despierta y graduar su intensidad enfocándolos adecuadamente, para construir más que destruir. Una ética del consuelo que debería ser enseñada desde que somos infantes, para prepararnos para la vida, para la muerte y para todo el camino que hay entre una y otra.

El tiempo que todo lo destruye, la mayor parte de las veces gracias a la iniquidad humana, no nos ha permitido acceder a la consolación, en forma de carta, que Cicerón escribió a su mujer para ayudarla, al igual que a él mismo, a superar la trágica muerte de su hija Tulia, pero disponemos del legado de sus famosas Tusculanas, escritas en su retiro en la villa rural de Túsculo, tras su fallecimiento. El libro se estructura en torno a cinco preguntas que toda persona, que reflexione sobre el sentido de su existencia, se hará en algún momento de la vida. 

La respuesta a muchas de las preguntas que nos podemos hacer tras la muerte de alguien querido, nos ayudará dar con las claves de la ética del consuelo que podemos encontrar en Cicerón: "La pena es una de las pasiones más intensas que el ser humano experimenta". Para comprenderla el filósofo romano establece una categorización de las pasiones: por un lado tenemos aquellas que nacen de la idea del Bien, que tiene dos polos, la Alegría cuando deseamos un bien noble, y la Codicia cuando ese bien deseado cede a la intemperancia. Tenemos aquellas pasiones que nacen de la idea del Mal; el Temor, ante un mal que nos amenaza, la Tristeza, cuando ya nos sentimos consternados por ese mal. Y de ahí nace la Pena, ese pesar que nos aflige por culpa de un mal reciente. Como buen estoico, la clave se encuentra en comprender que toda pasión que experimentamos, sea su fortaleza, sea su presencia, es subjetiva. Somos nosotros los que le abrimos las puertas de par en par. La alternativa a dejarnos arrastrar, zarandeados de un lado a otro, es la voluntad para cerrar la puerta, pues todo sentimiento, toda experiencia subjetiva depende de nuestra percepción. Si queremos que deje de existir o de durar, en nuestra mano está la respuesta. Pascal centraba en nuestro temor al futuro gran parte de nuestros pesares, pero Cicerón no comparte esta perspectiva, pues preverlo nos permite estar prevenidos, incluso, si no podemos detenerlo, ¿quién puede detener la muerte, la enfermedad o el dolor? Pero sí que podemos prepararnos.

Otra baza a nuestro favor es el paso del tiempo; pues por mucho sufrimiento emocional que sintamos, por mucha pena que nos acongoje, ésta sufre el desgaste del paso de las estaciones: La pena, merced a un decrecimiento insensible e imperceptible, se debilita por sí misma con el paso del tiempo, no porque haya habido algún cambio en la desgracia que ha producido ese dolor, sino porque la experiencia nos enseña lo que debería habernos enseñado la razón, esto es, que las desgracias de la vida son mucho menores de lo que parecen a primera vista. Cuántas personas conocemos adictas al sufrimiento, aunque sea causado por algún dolor inenarrable y justificado, pero que se amarran a ese dolor y lo convierten en el único motivo vital que justifica que sigan existiendo, en lugar de negarlo o relegarlo y tratar de llenar el vacío con otras experiencias, otras pasiones. La búsqueda de la serenidad de la contención, nos dotará de grandeza, a su vez, que abrirá la puerta a una vida digna, a pesar del inevitable dolor y sufrimiento. El tiempo solo no bastará, aunque sea un aliado en la ética del consuelo, es necesaria la presencia de la voluntad, esa voluntad de querer dejar de sufrir.

Todos en algún momento de nuestra vida nos sentimos necesitados de consuelo, y un gesto o una palabra son poderosos impulsores emocionales, que nos hacen sentir queridos y apoyados, aunque lo que le toque vivir a cada uno, cada uno tendrá que gestionarlo con sabiduría, para poder seguir avanzando en la vida. Porque, es en ese revolcarnos en el dolor donde se encuentra el más grave de los errores. Puedes padecer infortunio, pero en tu mano está evitar convertirlo en tu razón de ser, como si ese dolor fuera el único agarre posible a la existencia. La sabiduría, la que importa, la encontramos en la voluntad que niega al infortunio, poder último sobre el sentido de nuestra vida. Toda pena está lejos del sabio, porque es algo vano e inútil, porque no viene de la naturaleza sino de nuestro juicio, de nuestra opinión, de algo que provocamos nosotros haciéndola indispensable. Si se suprime este componente, que es enteramente voluntario, se suprime la aflicción. En ocasiones, hacemos de sufrimientos menores grandes aflicciones, en otras no sucede así, y la pena se produce por una tragedia tan grande que siempre nos morderá el alma y encogerá el corazón, pero la sabiduría se encuentra, en esos casos, en saber cohabitar con esa pena. Y es posible hacerlo, si no dejamos que sea nuestro primer pensamiento del día o nuestro último suspiro de la noche.

Ante la pena, no la banal, la que de verdad que tiene motivos para afligirnos, no nos queda otra que tratar de suavizarla a través de la voluntad, y con el aliado del tiempo, encauzarla hacia esa cohabitación, con la ayuda de sanas y pequeñas alegrías. Nos conviene reflexionar para darle a las cosas la importancia que tienen, cambiando aquellas que podemos y dejando estar aquellas que no. Las pequeñas alegrías y placeres nos permiten encontrar una brújula en tiempos intempestivos, no nos distraigamos y tratemos de embarcarnos en pequeños proyectos que nos resulten agradables, que nos revitalicen sin grandilocuentes ambiciones. El vacío que algunas penas nos deja, nunca podrá ser llenado, ni podremos evitar esa congoja del corazón, ni la zozobra del alma, pero sí que es posible evitar que ese vacío nos trague, hay que dejar que la pena se vaya desgastando, y así, encontrar una ética del consuelo, que nos dé un salvavidas ante la inevitable congoja. De las penas evitables, o aquellas a las que nos agarramos como excusa para no vivir la vida, solo queda colocarlas en el lugar que les corresponde, el baúl de los desechos.

“Permítete encontrar la paz en medio del dolor, porque el amor nunca desaparece”.


Fotografía: Internet


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