“Jesucristo, al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta su muerte como redentora para ‘llevar nuestras faltas’ en su cuerpo sobre el madero”. (1P 2, 24) (CIC, 612).
SECUENCIA: Jesús carga con el peso de la cruz; carga con una
cruz ajena…
Llevaba el palo transversal de la cruz, atado a la espalda sobre
los omoplatos. Este peso y esta posición, con los brazos sujetos al palo,
hacían tambalear terriblemente a Jesús cuando andaba. En esta postura le
resultaba difícil mantener el equilibrio, con lo que caía con frecuencia al
suelo, siempre de cara y sin poder protegerse con las manos, parando el golpe
con el rostro. En la Sábana Santa se descubrieron unas grandes contenciones y
cardenales, y unos arañazos largos y profundos en la zona alta de la espalda,
por culpa de ese palo transversal. ¡Por si hubiera sido poco la flagelación,
los azotes!
Todos, buenos y malos, le seguían mientras él caminaba tambaleándose con mucho esfuerzo, arrastrando la pesada Cruz por aquellas calles de
Jerusalén en las que había paseado riendo con sus discípulos algunos días
antes. Muchos miraban y entendían que no era justo, se encontraban con Dios
mismo necesitado de compasión, cuando Jesús alzaba hacia ellos su impotente y preciosa mirada. Aquel
día se repartieron grandes dones entre los asistentes.
Muchos le miraban con pena y desconcierto; para otros, el
cortejo de aquel condenado a muerte, tenía un cierto aire festivo. A muchos los
conocía. Eran hombres y mujeres a quienes había hecho algún milagro, algún
favor, algún beneficio. ¡Qué ingratos somos los hombres! ¡Qué rápidamente nos
olvidamos de quienes nos han hecho algún bien!
¡Qué dolor para Jesús! Al peso de la cruz se une el peso de
la ingratitud, del desprecio, de la humillación. Y todo esto le hace caer
varias veces. De nosotros esperaba compasión, ayuda, solidaridad... y sólo
recibió desprecio, desinterés y ofensas. Pero durante este trayecto penoso y
terrible, encontró el alivio, el consuelo de su madre, de la Verónica, de Simón
de Cirene, y de unas buenas mujeres.
SECUENCIA: Jesús se encuentra con su madre, que le sigue
camino al Calvario…
María, quedó sobrecogida por el estado en que se encontraba
su Hijo. Al principio casi no lo reconoció, estaba desfigurado por el dolor, la sangre, los golpes, por las caídas, la falta de aliento y de agua. El dolor de María, su madre, alcanzó la cima en la Pasión,
donde participó de modo singular de la Redención llevada a cabo por su Hijo.
¿Qué se dijeron María y Jesús? Se miraron. Quizá
intercambiaron alguna palabra. Su madre animó a su Hijo para que siguiera
adelante en el camino de la cruz. Cada corazón, el de María y el de Jesús,
vierte en el otro su propio dolor. El de ambos estaba lleno de amargura, de
pena, de sufrimiento.
María contempla la soledad de su Hijo. Casi todos le han abandonado, y ella lo contempla malherido, maltrecho y le consuela con todo su amor. ¡Qué dulce consuelo! ¡Cómo alivió a Jesús este encuentro con su madre!
¡Jesús esperaba y deseaba y necesitaba ese encuentro! Yo
también la necesito a María es esos momentos de oscuridad, de noche, de
dificultad, de dolor. Cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así
tengo yo que clamar: ¡No me dejes, madre!
SECUENCIA: Jesús se encuentra con la Verónica que seca con
dolor el sudor...
«¿Qué te están haciendo?» Gritó Verónica en silencio, con
toda el alma, mientras le abrazaba con los ojos y alcanzaba a enjugar su rostro
con el pañuelo, paño que pasaría a la historia.
Cristo no merecía tanta falta de caridad, tanto desprecio. ¿Qué
había en el corazón de aquellos que lo odiaban tanto? ¿Qué hay en nuestro corazón cuando faltamos al amor, cuando sabemos que hacemos daño y no nos arrepentimos?
SECUENCIA: Para ayudar a Jesús cogen a Simeón de Cirene, uno que
pasaba por allí...
Jesús estaba muy débil y sin fuerzas y se veía tropezar y
caer con frecuencia. Parecía que no iba a llegar a la cima, y quienes le habían
condenado tenían mucho interés en que llegase con vida hasta la cruz. Querían
un hombre crucificado, no un cadáver para enterrar.
Por eso, a uno que pasaba le obligan a llevar el travesaño.
Le obligan, porque no hubo nadie con entrañas que se compadeciera. ¿Dónde
estaban los apóstoles para echarle una mano? Nadie se presentó.
Jesús sintió alivio físico, con la ayuda del Cireneo. Le
agradeció con una mirada, con un gesto. El Cireneo, primero ayudó a llevarla
contrariado, pero, poco a poco se llenó de compasión, ante los ojos mansos y
serenos de aquel hombre que, nada tenía que ver con los condenados corrientes. En el cireneo, primero, enfado, después piedad, y finalmente amor.
Simón el cireneo, nunca llegó a imaginar que aquel sería el día más
grande de su vida. ¡Ayudó al Hijo de Dios en su camino hacia la cruz! Podemos
pensar que participaría en el descendimiento y estaría cerca de María. ¡Qué felicidad cuando hacemos el bien!
SECUENCIA: Jesús, en su penoso camino se encuentra con las santas mujeres…
Lloraban y se lamentaban por Él, no podían hacer más, que
llorar. Ver aquel hombre cargando con un madero, sangrando y sin fuerzas para
dar un paso, mientras los soldados le daban latigazos para que avanzara.
Jesús se despreocupa de su dolor, y las consuela. Siempre
olvidado de sí mismo y volcado a los demás, les anima: “¡Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos…!” ¡Cuánto
nos cuesta a nosotros hacer lo mismo! Nuestro dolor nos hunde y nos cierra a
los demás.
SECUENCIA: Jesús en el Calvario junto a dos ladrones, uno a
la izquierda y otro a la derecha...
Cuánta verdad se esconde detrás de las palabras: “He venido a buscar a los pecadores”. No desaprovechó ni un minuto de su vida para abrir su corazón al pecador. Ahora, ya en la cruz, se encuentra con dos ladrones. O mejor, estos ladrones tienen la suerte de encontrarse con Jesús ahí, en el Calvario.
Nadie que se acerque a Jesús queda indiferente: o le acepta y le ama, o le odia y le desprecia. No hay término medio. Uno de ellos, es mal ladrón, se une a los insultos de todos, con blasfemias. No dejó que Cristo tocase la profundidad de su alma. No se abrió a Jesús y a su cruz salvadora, sanadora, purificadora. Se cerró y no dejó pasar la luz.
El otro, el buen ladrón, se abrió a Jesús. Es el ladrón el que se dirige a Jesús, y le llama con el dulce nombre de Jesús. ¡Qué familiar le resulta Jesús! Sin duda que había oído hablar de Él. ¿Quién no había oído hablar de Jesús en ese tiempo? Y así ha sido en todos los tiempos.
En segundo lugar, le pide al menos un recuerdo en el Reino: “Acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino”. Quiere decir que es un judío creyente, que había tenido un proceso de conversión progresivo, que culminaba allí, junto a la Cruz de Cristo, junto a Cristo en la cruz. El dolor y el encuentro con Cristo Crucificado le había empujado a la conversión moral y religiosa. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.
Estas palabras del ladrón fueron un gran consuelo para Jesús.
Y realmente este ladrón robó un pedazo de cielo y el corazón de Jesús. Sus
palabras fueron para Jesús una bocanada de oxígeno en aquella tarde cerrada a
todo consuelo. Y Jesús no sólo le promete un recuerdo, sino que le da el don de
los dones; el cielo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¡Qué misericordia la de Jesús!
Un ladrón arrepentido fue el primer santo canonizado por el
mismo Jesús. ¡Qué bien aprovechó este hombre su última oportunidad!
El fruto y el premio a nuestros sufrimientos, si los unimos a
Jesús, es el cielo. Y el cielo es estar con Jesús, disfrutando de su presencia amorosa. ¡EL cielo es un premio!
SECUENCIA: El centurión y su conversión…
Jesús acaba de morir, después de una terrible agonía. Y
ocurren fenómenos extraordinarios: las tinieblas cubren hasta la hora nona, el
velo del templo se rasgó en dos partes, la tierra tembló y las piedras se
partieron. Todo esto revela la magnitud de la muerte de Jesús. Dice san
Jerónimo que las tinieblas expresan el luto del universo por su Creador, la protesta
de la naturaleza contra la muerte injusta de su Señor.
El velo que se rasga significa que concluyó la antigua ley. Las
multitudes al ver todo esto, se llenaron de temor. Tomaron conciencia de que
algo muy grande había sucedido. Muchos se volvían a la ciudad golpeándose en el
pecho.
El centurión, romano, que había ejecutado la sentencia se
llenó de un santo temor que hizo una hermosa confesión: “Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios”.
Fue un santo temor lo que le llevó a la fe, o al menos, a los
inicios de la fe. También algo muy grande había sucedido en su alma: un
terremoto, el velo cayó y se abrió el cielo en su corazón.
El centurión es uno de los primeros frutos de la muerte de Cristo, en aquellos mismos que le habían crucificado. ¡Qué duda cabe que se bautizaría y sería un cristiano que guardó como un tesoro las pertenencias de Jesús que le habían tocado en suerte en el reparto!
¡Cuántos hombres necesitan como este centurión, un terremoto
en el alma, para que crean en Jesús!
¡Cuántos tenemos el alma dura como piedra, y necesitamos este terremoto que rompa nuestras piedras! Esas piedras de ingratitud, de mentiras y engaños para denigrar a un hermano. Sí, necesitamos ese santo temor, que nos haga comprender la gravedad de nuestro pecado, como ofensa a Dios nuestro Señor, y la posibilidad real que tenemos de perder a Dios eternamente, si no cambiamos de vida y de actitudes.
Y al santo temor hay que añadir el amor. El amor nos hará
apresurar los pasos hacía Dios, y el arrepentimiento nos hará ir mirando adonde
ponemos los pies para no caer.
SECUENCIA: José de Arimatea y Nicodemo, dos fariseos que
siguen a Jesús, pero lo ocultan…
Dos hombres ricos, fariseos cumplidores de la ley. Abiertos a
la verdad, pero miedosos. Se dieron cuenta de que el juicio de Jesús tenía
cariz injusto... y no movieron prácticamente un dedo. Tal vez, alguna frase
para ablandar al tribunal, pero nada eficaz. Temían ser reprobados si
manifestaban sus simpatías por él.
En vida, nada por Jesús. Y una vez muerto, se desviven por Jesús. José la regala su jardín y un sepulcro. Y Nicodemo le trae aromas y su dolor y pena. Son prototipos de los cristianos cobardes que temen el qué dirán, que aman más su fama y su pellejo que a Jesús, que ciertamente no arriesgan nada por Jesús, aunque aparentan no estar en contra.
Es verdad que José no había dado el consentimiento a la
sentencia del Sanedrín, pero tampoco hizo nada eficaz para salvar a Jesús. ¿Por
qué ahora tanta diligencia para ofrecer su jardín, un sepulcro nuevo, un lienzo
sin estrenar?
Nicodemo lo mismo: llevó mirra y áloe en abundancia. Un gesto
de piedad, está bien, pero, en vida. Tal vez les conmovió la muerte de Jesús y
el remordimiento por no haber hecho algo a favor de librarlo del calvario. Pero la muerte de Jesús, les
llevó a abrazar abiertamente la fe, y fueron discípulos audaces de Cristo, que
no se ocultaban para manifestar abiertamente el amor por sus enseñanzas.
La cuaresma, que, a estas alturas, de alguna manera nos ha
vuelto con sus renuncias hombres más fuertes, nos convierte en valientes
soldados ante el Calvario y nos prepara para recibir todas las cosas buenas que
Dios, con su muerte de cruz, quiere que recibamos.
No fueron los clavos los que mantuvieron a Jesús en la cruz, fue su amor por ti... Cada uno de nosotros tiene una cruz que cargar. Hoy, Viernes
Santo, déjate acompañar por Cristo y acompáñalo tú también a llevar la Cruz,
cual cirineo.
La cruz habla de amor. Abre tu corazón y permite que Dios entre en él, porque cuando Dios entra, ya el mal no tiene poder sobre ti. Que estos días te inunde el amor, la unión, la armonía para que sientas en tu corazón el amor, la paz y la salvación que Dios vino a ofrecerte.
Recuerda que Dios es el que te salva. Dios es el que te cura. Dios es el que te sana. Dios es el que te escucha. Dios es el que te habla. Dios es el que te consuela. Dios te quiere. Dios está contigo.
Inconmensurable tu amor, Señor: "¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!".
Fotografía: Internet
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