De prisa como el viento van pasando
los días y las noches de la infancia,
un ángel nos depara sus cuidados
mientras sus manos tejen las
distancias.
Después llegan los años juveniles,
los juegos, los amigos, el colegio,
el alma ya define sus perfiles
y empieza el corazón a cultivar un
sueño.
Y brotan como manantial las mieles del primer amor.
El alma ya quiere volver y vuela tras
una ilusión,
y aprendemos que el dolor y la
alegría,
son la esencia permanente de la vida.
Y luego cuando somos dos en busca del mismo ideal,
formamos un nido de amor, refugio que
se llama hogar,
y empezamos otra etapa del camino.
Un hombre, una mujer, unidos por la
fe y la esperanza.
Los frutos de la unión que Dios bendijo
alegran el hogar con su presencia,
a quien se quiere más si no a los
hijos,
son la prolongación de la existencia.
Después cuantos esfuerzos y desvelos
para que no les falta nunca nada,
para que cuando crezcan lleguen lejos
y pueden alcanzar esa felicidad tan
anhelada.
Y luego cuando ellos se van, algunos sin decir adiós,
el frío de la soledad golpea nuestro
corazón.
Es por eso ¡amor mío! que te pido,
por una y otra vez, si llego a la
vejez,
que estés conmigo...
Héctor Ochoa Cárdenas
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