sábado, 8 de junio de 2024

Los traumas se heredan


 

"Lo que habéis heredado de vuestros padres, volvedlo a ganar a pulso o no será vuestro", afirmaba el dramaturgo Johann Wolfgang von Goethe. El color de los ojos, la forma de la nariz, el andar, son el legado físico que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, pero también arrastramos un conglomerado de traumas que, si bien no se reflejan en el espejo, son tan relevantes como los hoyuelos de la sonrisa, los rizos y el color del pelo o una marca de nacimiento. Lo más complicado no es asumir esos rasgos prestados como parte de nuestra identidad, sino averiguar qué nace del ambiente y qué va ligado a nuestro ADN, una cuestión que ha sido abordada por la epigenética, disciplina de estudiar la relación entre el contexto y el genotipo.

Entre los defensores del contexto destaca John Watson, fundador de Psicología Conductista y una de las figuras más relevantes a la hora de explicar cómo se adquieren los miedos. En 1920 y junto a la incondicional ayuda de la psicóloga Rosalie Rayner, descubrió la influencia del condicionamiento clásico: un estímulo que inicialmente era neutro y no evocaba ningún miedo, cuando se asocia a características negativas, se vuelve aterrador.

Esto ocurre cuando, por ejemplo, un niño pasea junto a su madre por el parque. El pequeño se acerca curioso a un perro, pero la madre le aprieta la mano, le aparta bruscamente y le dice que tenga cuidado. A ella le dan pánico y el hijo aprende que son algo peligroso porque su figura de referencia ha reaccionado con pavor. A más se repitan este tipo de experiencias, más incapacitante y duradera será la fobia.

Sin embargo, la teoría de Watson y Rayner presentaba una serie de limitaciones. En primer lugar, no existe una equipotencialidad de los estímulos fóbicos o, en otras palabras, hay experiencias que pueden convertirse en traumáticas con más facilidad. Por eso, cincuenta años más tarde, el psicólogo cognitivo Martin Seligman propuso la teoría de la preparación según la cual los traumas sí se adquieren por condicionamiento, pero están modulados por un mecanismo de preparación filogenética. Por lo tanto, hay situaciones que son más proclives a convertirse en fóbicas y, generalmente, este proceso tiene lugar con un único ensayo. Además, estos traumas son más resistentes a la extinción, es decir, se quedan adheridos a nuestra psique con más fuerza.

Ese proceso de preparación filogenética no era suficiente para dar lugar al trauma; no basta con tener unos genes dispuestos a experimentar miedo, es necesario exponernos a situación aterradoras. ¿Cómo? A través de la experiencia directa –por ejemplo, ser víctima de situaciones límites de violencia, de guerras y persecuciones, de maltrato y abusos en el entorno familiar–. y también influye la transmisión de información diaria de historias terroríficas de violencias traumáticas. Una vez nos hemos expuesto al trauma, bien directamente o bien como espectadores, nuestro ADN comienza a sostener la batuta y a dirigir a la orquesta.

En esta sinfonía resuena con más fuerza un instrumento: el gen stathmin, una minúscula pieza de ADN descubierta en 2005 en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey que se ha relacionado con los trastornos de ansiedad, la percepción del miedo y las experiencias traumáticas. Según los expertos, los ratones que carecían del gen mostraban niveles de ansiedad anormalmente altos ante situaciones claramente traumáticas. El hallazgo abrió la puerta a la existencia de un factor genético mediando en el trauma, pero no fue hasta 2016, once años más tarde, cuando Rachel Yehuda, psiquiatra y neurocientífica, respaldó la hipótesis empíricamente estudiando la salud mental y el genoma de los supervivientes del Holocausto. A día de hoy conocemos al responsable de que los traumas alteren el genotipo de quienes lo viven, y también de sus descendientes: el receptor PPAR.

Así, al comparar el ADN de 32 personas judías que habían sobrevivido al Holocausto con el de sus respectivos hijos, encontró una modificación genética que se había transmitido de una generación a otra. Se trataba de una alteración en el gen encargado de regular el cortisol, hormona relacionada con trastornos como la depresión, la ansiedad generalizada o el estrés postraumático. Esta variación, sin embargo, no se halló en familias judías que habían vivido fuera de Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que, por lo tanto, no habían estado expuestas al Holocausto.

A día de hoy conocemos al responsable de que los traumas alteren no solo el genotipo de quienes los han vivenciado en primera persona, sino también el de sus descendientes. Se trata del receptor PPAR, una minúscula molécula ubicada en la superficie de las células y cuya función es regular la expresión del ADN. En condiciones idóneas, el receptor PPAR permitirá que los genes se expresen sin ninguna alteración y, por lo tanto, que la persona goce de una salud mental de hierro. En cambio, ante un estresor grave, el receptor PPAR mutará alterando el proceso de la expresión genética de forma inamovible y heredable.

A lo largo de los siglos, nuestros ancestros han sido víctimas de situaciones críticas: hambrunas, guerras, recesiones económicas y una educación represora. Si cada experiencia deja un rastro en el ADN, apelando a la evidencia científica, nosotros somos un cúmulo de errores genéticos que se manifiestan en una precaria salud mental. Por suerte, la biología no es inamovible en contra de la creencia popular. Igual que el estrés puede provocar un error genético en cadena, los hábitos psicológicamente saludables pueden restaurar el daño, para que el único recordatorio negativo que tengamos de nuestros ancestros sean la calvicie, los dientes torcidos o la miopía.                                  

Por lo que vemos, es conveniente investigar la historia familiar para saber a quién echar la culpa, porque genealógicamente, confundidos con los muertos enfadamos a los vivo. Verdaderamente, muchas veces los padres que han educado a sus hijos en valores vivenciales, afligidos se preguntan, qué ha podido pasar para que los hijos les parezca unos extraños con sus comportamientos y conductas que no se han transmitido en el seno familiar. Todos creemos que los hijos cargan con la herencia biológica, física y material de los padres, pero si nos hablan que también cargamos con una herencia genética ancestral traumatizada, claro que se nos hace complicado asumir rasgos prestados que nos son desconocidos, como parte de la identidad de nuestros hijos. Por tanto, esa posibilidad puede dar algo de luz a los interrogantes que se nos presentan a los padres— más allá de diferencias generacional—, cuando los hijos crecen y nos sorprenden con actitudes incomprensibles, que alteran la buena sintonía de las relaciones armoniosas.  

La vida no es un camino de rosas, eso todos los sabemos, la espinas se clavan como aguijones y nos dejan heridas, una cicatrizan y otras no y nos quedan traumas de por vida... Pues habrá que aceptar que los sufrimientos de nuestros antepasado ha modificado nuestra carga genética y esta es manifiesta más allá de nuestros bisabuelos.                       

Que nada te haga dudar, cuida tu ‘rareza’ como la flor más preciada de tu árbol. Eres el sueño realizado de todos tus ancestros. Bert Hellinger. 


Fotografía: Internet


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