«Oh Dios. Tú que nos has hecho para morir, ¿por qué no nos
infundiste la sed de eternidad, que hace al poeta?».
¿Qué hay detrás de esta apertura de pensamiento ante la inmensidad
y del palpitar de un corazón ante la eternidad? No sería difícil concluir que
los poetas consiguen expresar de manera diferente a la de los santos —o
semejante, que también hay muchos poetas santos y muchos santos poetas—, el
afán de eternidad, de conocer lo desconocido, de navegar por nuevos horizontes palpita en todo ser humano, aunque en ocasiones tratemos de ocultarlo, de bajar
los ojos para no verlo, de cerrar los oídos para no sentir el cantar que lleva
el viento.
Ante esas perplejidades y afanes de los poetas, la pregunta surge inmediata: ¿Qué hay detrás de esa apertura de pensamiento? ¿Quién anhela el final de un instante de felicidad? ¿Quién no eleva su mirada al cielo cuando la oscuridad domina toda la tierra? A veces se pretende reducir el hombre a su realidad biofísica, quizá compensada con un contrapunto psíquico-espiritual y un cierto añadido —barnizado, sería la palabra más apropiada— cultural. Y es corriente que en los análisis de las necesidades del hombre se reduzca el estudio a esos planos, sin hacer la mínima referencia al religioso —relación con Dios—, que se expresa en el "yo" de cada ser humano, su propia conciencia de ser persona única, exclusiva e irrepetible.
La historia del hombre es reacia a esa reducción. Desde sus
primeros pasos sobre la tierra el hombre ha dejado huellas de sus hábitos de
comer para mantenerse con vida; de su trabajo para dominar el ambiente que le
rodeaba; de sus anhelos de comunicarse con los otros hombres, a quienes vio
siempre como sus semejantes, para el bien o para el mal; y de sus oraciones
para dirigirse a un Ser, de quién se sabía dependiente, comprendido y amado,
en medio de un gran misterio.
No hay cultura, no hay sociedad humana, no hay familia humana, no hay psique humana que, por un camino o por otro, no haya manifestado un deseo no muy definido de "salvación". ¿Por qué? Si el hombre fuera el producto de una evolución de la materia, aparte de que quedaría sin saber por qué existe la materia y por qué hubiera tenido que evolucionar, no se explicaría por ningún camino el afán de inmensidad, el anhelo de eternidad, el hambre de salvación que laten en el fondo del "yo" del hombre.
Y mucho más quedarían sin explicación la realidad de su amar,
de su sufrir, de su preguntarse siempre sin jamás encontrarse satisfecho. O
sea, de su ser consciente de tener algo siempre nuevo por hacer, de ser una
obra inacabada, una sinfonía incompleta; de encontrar renovado su anhelo de
salvación cada día. En realidad, el hombre sólo es comprensible en el conjunto
de todas sus cualidades. Y no en un conjunto desordenado, lo biofísico, por un
lado, lo psíquico-espiritual, por otro, la cultura por un rincón cualquiera de
su persona y la religión en una nebulosa.
Todas las cualidades, todas las facultades están al servicio
de la realidad personal del hombre, de su "yo". Bien aunadas, y al
servicio de ese "yo", el hombre encuentra su sentido, el sentido de
su ser y de su vivir, y se descubre abierto al mundo, abierto a sus semejantes,
abierto a Dios. Hecho, creado para volar y si se corta las alas se condena
irremediablemente a no ser, a no vivir vida humana, a no amar, a no sufrir, a
no anhelar ninguna "salvación".
La eternidad es tiempo que perdura siempre. Aristóteles.
El hombre, ¿un ser biofísico, psíquico-espiritual, cultural,
religioso? El hombre siempre ha tenido puesta su mirada en la eternidad. Todo
intento de reducir el hombre a sus connotaciones más materiales, más animales,
más biofísicas, no consigue más que encerrarlo en un habitáculo en la que no le
quedará otro remedio que la muerte por asfixia.
Después de tantos intentos fallidos de "explicación científica" del hombre, de la persona-hombre, de su "yo". Después de tantos intentos fallidos de reducir al hombre a un puñado de fuerzas materiales bio-físicas, llámense hormonas, código genético o fuerzas cósmicas de proveniencia desconocida, también entre un buen número de científicos —verdaderos científicos, se entiende— se comienza a hablar de nuevo de ese "algo" que da sentido al código genético de "este hombre", que hace posible que "este hombre" sea libre, ame, porque quiera amar y ser amado, reflexiona Ernesto Juliá D. A ese "algo" la mayoría llama "alma", "aliento de vida recibido" que permite al hombre darse cuenta de que "está hecho" —nadie se ha dado la vida a sí mismo—, "creado" para horizontes más amplios que la tierra y por alguien que le ama: Dios.
Yo no estoy aferrada a la tierra, por eso tengo la mirada puesta en la eternidad, porque sé que mi
vida no me pertenece; mi vida fue dada y vuelve al Dador. Mi vida se engendró a
través de dos seres amorosos, pero la apariencia física la ilumina
el espíritu, ese aliento divino que viene de Dios. La casa de Dios es la
eternidad y allá se han ido los que me dieron la vida. Hoy hace cuarenta y
dos años que Dios llamó a mi padre, y la ausencia desgarradora sigue pesando a pesar del tiempo. Vivencias latentes reavivan la añoranza. Sí, la mirada la tengo puesta en la
eternidad porque allí me esperan. No somos de este mundo...
«La eternidad no es algo que comienza después de que mueres.
Está sucediendo todo el tiempo. Estamos en eso ahora». Charlotte Perkins Gilman.
Fotografía: Internet
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